"...el cuento literario condensa la obsesión de la alimaña, hace perder al lector contacto con la desvaída realidad que le rodea, arrasarlo a una sumersión más intensa y avasalladora. De un cuento así se sale como de un acto de amor, agotado y fuera del mundo circundante, al que se vuelve poco a poco con una mirada de sorpresa, de lento reconocimiento, muchas veces de alivio y tantas otras de resignación"
Julio Cortázar: "Del cuento breve y sus alrededores"

miércoles, 24 de diciembre de 2014

"El regalo de los Reyes Magos",de O. Henry

La navidad es para todo el mundo, pero sólo unas almas auténticas captan su verdadero significado. Los protagonistas del cuento de O. Henry son unas de estas personas, y ante sus humildes hazañas sólo podemos emocionarnos.

FELIZ NAVIDAD.




jueves, 4 de diciembre de 2014

Kundera siempre Kundera

El escritor checo, desde hace unos años también francés, nunca defrauda. Es un seguro. Lo mismo da que escriba sobre "La inmortalidad", que sobre "La insoportable levedad del ser" (lo que hubiera dado por escribir tan sólo el título de esta maravillosa novela) o sobre "Los amores ridículos", libro del que vamos a tratar, todos sus textos rezuman calidad literaria por sus poros. Vocabulario preciso, imágenes hermosas, potentemente evocadoras y coherentes con el texto, ritmo adecuado, siempre, y una ironía que te hace percibir la realidad de manera diferente, literaria, hermosa y mísera.
A Kundera le gusta indagar sobre la naturaleza humana y lo hace desde diferentes visiones, temática y profundidad, pero siempre con maestría dejando al lector ese regusto amargo pero delicioso con el que la vida te obsequia.
"Los amores ridículos", es un libro que no conocía, una colección de siete relatos breves escritos en los finales años 60 en los que, poniendo la excusa del amor, ahonda en una temática muy Kunderiana podríamos decir. Las mentiras piadosas que llegan a ser enfermas; juegos de amor infantiles pero que se convierten en peligrosos para con el otro y uno mismo; en personajes confusos que confunden y que no son más que el deseo de lo que les gustaría ser porque ellos apenas son; o personas incompletas, carentes de amor, que llegan a ser ridículas y aborrecibles por sus conductas mas llegas a comprender y amar; las inseguridades propias de un hombre maduro que necesita el continuo sentimiento de gustar para sobrevivir.

Especialmente me ha gustado "El falso autoestop", relato donde los protagonistas sin quererlo comienzan a jugar a considerarse extraños para el otro pero que, sin poder huir de esos personajes creados y a la vez odiados, van dañándose hasta casi destruirse. Relato condensado, potente y trágico donde Kundera nos hace reflexionar sobre la fragilidad amorosa, y que os invito a leer.


Kundera siempre Kundera; Kundera nunca defrauda.

lunes, 1 de diciembre de 2014

"El regalo de los reyes"



Un dólar y ochenta y siete centavos. Eso era todo. Y setenta centavos estaban en céntimos. Céntimos ahorrados, uno por uno, discutiendo con el almacenero y el verdulero y el carnicero hasta que las mejillas de uno se ponían rojas de vergüenza ante la silenciosa acusación de avaricia que implicaba un regateo tan obstinado. Delia los contó tres veces. Un dólar y ochenta y siete centavos. Y al día siguiente era Navidad.
Evidentemente no había nada que hacer fuera de echarse al miserable lecho y llorar. Y Delia lo hizo. Lo que conduce a la reflexión moral de que la vida se compone de sollozos, lloriqueos y sonrisas, con predominio de los lloriqueos.
Mientras la dueña de casa se va calmando, pasando de la primera a la segunda etapa, echemos una mirada a su hogar, uno de esos departamentos de ocho dólares a la semana. No era exactamente un lugar para alojar mendigos, pero ciertamente la policía lo habría descrito como tal.
Abajo, en la entrada, había un buzón al cual no llegaba carta alguna, Y un timbre eléctrico al cual no se acercaría jamás un dedo mortal. También pertenecía al departamento una tarjeta con el nombre de "Señor James Dillingham Young".
La palabra "Dillingham" había llegado hasta allí volando en la brisa de un anterior período de prosperidad de su dueño, cuando ganaba treinta dólares semanales. Pero ahora que sus entradas habían bajado a veinte dólares, las letras de "Dillingham" se veían borrosas, como si estuvieran pensando seriamente en reducirse a una modesta y humilde "D". Pero cuando el señor James Dillingham Young llegaba a su casa y subía a su departamento, le decían "Jim" y era cariñosamente abrazado por la señora Delia Dillingham Young, a quien hemos presentado al lector como Delia. Todo lo cual está muy bien.
Delia dejó de llorar y se empolvó las mejillas con el cisne de plumas. Se quedó de pie junto a la ventana y miró hacia afuera, apenada, y vio un gato gris que caminaba sobre una verja gris en un patio gris. Al día siguiente era Navidad y ella tenía solamente un dólar y ochenta y siete centavos para comprarle un regalo a Jim. Había estado ahorrando cada centavo, mes a mes, y éste era el resultado. Con veinte dólares a la semana no se va muy lejos. Los gastos habían sido mayores de lo que había calculado. Siempre lo eran. Sólo un dólar con ochenta y siete centavos para comprar un regalo a Jim. Su Jim. Había pasado muchas horas felices imaginando algo bonito para él. Algo fino y especial y de calidad -algo que tuviera justamente ese mínimo de condiciones para que fuera digno de pertenecer a Jim. Entre las ventanas de la habitación había un espejo de cuerpo entero. Quizás alguna vez hayan visto ustedes un espejo de cuerpo entero en un departamento de ocho dólares. Una persona muy delgada y ágil podría, al mirarse en él, tener su imagen rápida y en franjas longitudinales. Como Delia era esbelta, lo hacía con absoluto dominio técnico. De repente se alejó de la ventana y se paró ante el espejo. Sus ojos brillaban intensamente, pero su rostro perdió su color antes de veinte segundos. Soltó con urgencia sus cabellera y la dejó caer cuan larga era.
Los Dillingham eran dueños de dos cosas que les provocaban un inmenso orgullo. Una era el reloj de oro que había sido del padre de Jim y antes de su abuelo. La otra era la cabellera de Delia. Si la Reina de Saba hubiera vivido en el departamento frente al suyo, algún día Delia habría dejado colgar su cabellera fuera de la ventana nada más que para demostrar su desprecio por las joyas y los regalos de Su Majestad. Si el rey Salomón hubiera sido el portero, con todos sus tesoros apilados en el sótano, Jim hubiera sacado su reloj cada vez que hubiera pasado delante de él nada más que para verlo mesándose su barba de envidia.
La hermosa cabellera de Delia cayó sobre sus hombros y brilló como una cascada de pardas aguas. Llegó hasta más abajo de sus rodillas y la envolvió como una vestidura. Y entonces ella la recogió de nuevo, nerviosa y rápidamente. Por un minuto se sintió desfallecer y permaneció de pie mientras un par de lágrimas caían a la raída alfombra roja.
Se puso su vieja y oscura chaqueta; se puso su viejo sombrero. Con un revuelo de faldas y con el brillo todavía en los ojos, abrió nerviosamente la puerta, salió y bajó las escaleras para salir a la calle.
Donde se detuvo se leía un cartel: "Mme. Sofronie. Cabellos de todas clases". Delia subió rápidamente Y, jadeando, trató de controlarse. Madame, grande, demasiado blanca, fría, no parecía la "Sofronie" indicada en la puerta.
-¿Quiere comprar mi pelo? -preguntó Delia.
-Compro pelo -dijo Madame-. Sáquese el sombrero y déjeme mirar el suyo.
La áurea cascada cayó libremente.
-Veinte dólares -dijo Madame, sopesando la masa con manos expertas.
-Démelos inmediatamente -dijo Delia.
Oh, y las dos horas siguientes transcurrieron volando en alas rosadas. Perdón por la metáfora, tan vulgar. Y Delia empezó a mirar los negocios en busca del regalo para Jim.
Al fin lo encontró. Estaba hecho para Jim, para nadie más. En ningún negocio había otro regalo como ése. Y ella los había inspeccionado todos. Era una cadena de reloj, de platino, de diseño sencillo y puro, que proclamaba su valor sólo por el material mismo y no por alguna ornamentación inútil y de mal gusto... tal como ocurre siempre con las cosas de verdadero valor. Era digna del reloj. Apenas la vio se dio cuenta de que era exactamente lo que buscaba para Jim. Era como Jim: valioso y sin aspavientos. La descripción podía aplicarse a ambos. Pagó por ella veintiún dólares y regresó rápidamente a casa con ochenta y siete centavos. Con esa cadena en su reloj, Jim iba a vivir ansioso de mirar la hora en compañía de cualquiera. Porque, aunque el reloj era estupendo, Jim se veía obligado a mirar la hora a hurtadillas a causa de la gastada correa que usaba en vez de una cadena.
Cuando Delia llegó a casa, su excitación cedió el paso a una cierta prudencia y sensatez. Sacó sus tenacillas para el pelo, encendió el gas y empezó a reparar los estragos hechos por la generosidad sumada al amor. Lo cual es una tarea tremenda, amigos míos, una tarea gigantesca.
A los cuarenta minutos su cabeza estaba cubierta por unos rizos pequeños y apretados que la hacían parecerse a un encantador estudiante holgazán. Miró su imagen en el espejo con ojos críticos, largamente.
"Si Jim no me mata, se dijo, antes de que me mire por segunda vez, dirá que parezco una corista de Coney Island. Pero, ¿qué otra cosa podría haber hecho? ¡Oh! ¿Qué podría haber hecho con un dólar y ochenta y siete centavos?."
A las siete de la noche el café estaba ya preparado y la sartén lista en la estufa para recibir la carne.
Jim no se retrasaba nunca. Delia apretó la cadena en su mano y se sentó en la punta de la mesa que quedaba cerca de la puerta por donde Jim entraba siempre. Entonces escuchó sus pasos en el primer rellano de la escalera y, por un momento, se puso pálida. Tenía la costumbre de decir pequeñas plegarias por las pequeñas cosas cotidianas y ahora murmuró: "Dios mío, que Jim piense que sigo siendo bonita".
La puerta se abrió, Jim entró y la cerró. Se le veía delgado y serio. Pobre muchacho, sólo tenía veintidós años y ¡ya con una familia que mantener! Necesitaba evidentemente un abrigo nuevo y no tenía guantes.
Jim franqueó el umbral y allí permaneció inmóvil como un perdiguero que ha descubierto una codorniz. Sus ojos se fijaron en Delia con una expresión que su mujer no pudo interpretar, pero que la aterró. No era de enojo ni de sorpresa ni de desaprobación ni de horror ni de ningún otro sentimiento para los que que ella hubiera estado preparada. Él la miraba simplemente, con fijeza, con una expresión extraña.
Delia se levantó nerviosamente y se acercó a él.
-Jim, querido -exclamó- no me mires así. Me corté el pelo y lo vendí porque no podía pasar la Navidad sin hacerte un regalo. Crecerá de nuevo ¿no te importa, verdad? No podía dejar de hacerlo. Mi pelo crece rápidamente. Dime "Feliz Navidad" y seamos felices. ¡No te imaginas qué regalo, qué regalo tan lindo te tengo!
-¿Te cortaste el pelo? -preguntó Jim, con gran trabajo, como si no pudiera darse cuenta de un hecho tan evidente aunque hiciera un enorme esfuerzo mental.
-Me lo corté y lo vendí -dijo Delia-. De todos modos te gusto lo mismo, ¿no es cierto? Sigo siendo la misma aún sin mi pelo, ¿no es así?
Jim pasó su mirada por la habitación con curiosidad.
-¿Dices que tu pelo ha desaparecido? -dijo con aire casi idiota.
-No pierdas el tiempo buscándolo -dijo Delia-. Lo vendí, ya te lo dije, lo vendí, eso es todo. Es Nochebuena, muchacho. Lo hice por ti, perdóname. Quizás alguien podría haber contado mi pelo, uno por uno -continuó con una súbita y seria dulzura-, pero nadie podría haber contado mi amor por ti. ¿Pongo la carne al fuego? -preguntó.
Pasada la primera sorpresa, Jim pareció despertar rápidamente. Abrazó a Delia. Durante diez segundos miremos con discreción en otra dirección, hacia algún objeto sin importancia. Ocho dólares a la semana o un millón en un año, ¿cuál es la diferencia? Un matemático o algún hombre sabio podrían darnos una respuesta equivocada. Los Reyes Magos trajeron al Niño regalos de gran valor, pero aquél no estaba entre ellos. Este oscuro acertijo será explicado más adelante.
Jim sacó un paquete del bolsillo de su abrigo y lo puso sobre la mesa.
-No te equivoques conmigo, Delia -dijo-. Ningún corte de pelo, o su lavado o un peinado especial, harían que yo quisiera menos a mi mujercita. Pero si abres ese paquete verás por qué me has provocado tal desconcierto en un primer momento.
Los blancos y ágiles dedos de Delia retiraron el papel y la cinta. Y entonces se escuchó un jubiloso grito de éxtasis; y después, ¡ay!, un rápido y femenino cambio hacia un histérico raudal de lágrimas y de gemidos, lo que requirió el inmediato despliegue de todos los poderes de consuelo del señor del departamento.
Porque allí estaban las peinetas -el juego completo de peinetas, una al lado de otra- que Delia había estado admirando durante mucho tiempo en una vitrina de Broadway. Eran unas peinetas muy hermosas, de carey auténtico, con sus bordes adornados con joyas y justamente del color para lucir en la bella cabellera ahora desaparecida. Eran peinetas muy caras, ella lo sabía, y su corazón simplemente había suspirado por ellas y las había anhelado sin la menor esperanza de poseerlas algún día. Y ahora eran suyas, pero las trenzas destinadas a ser adornadas con esos codiciados adornos habían desaparecido.
Pero Delia las oprimió contra su pecho y, finalmente, fue capaz de mirarlas con ojos húmedos y con una débil sonrisa, y dijo:
-¡Mi pelo crecerá muy rápido, Jim!
Y enseguida dio un salto como un gatito chamuscado y gritó:
-¡Oh, oh!
Jim no había visto aún su hermoso regalo. Delia lo mostró con vehemencia en la abierta palma de su mano. El precioso y opaco metal pareció brillar con la luz del brillante y ardiente espíritu de Delia.
-¿Verdad que es maravillosa, Jim? Recorrí la ciudad entera para encontrarla. Ahora podrás mirar la hora cien veces al día si se te antoja. Dame tu reloj. Quiero ver cómo se ve con ella puesta.
En vez de obedecer, Jim se dejo caer en el sofá, cruzó sus manos debajo de su nuca y sonrió.
-Delia -le dijo- olvidémonos de nuestros regalos de Navidad por ahora. Son demasiado hermosos para usarlos en este momento. Vendí mi reloj para comprarte las peinetas. Y ahora pon la carne al fuego.
Los Reyes Magos, como ustedes seguramente saben, eran muy sabios -maravillosamente sabios- y llevaron regalos al Niño en el Pesebre. Ellos fueron los que inventaron los regalos de Navidad. Como eran sabios, no hay duda que también sus regalos lo eran, con la ventaja suplementaria, además, de poder ser cambiados en caso de estar repetidos. Y aquí les he contado, en forma muy torpe, la sencilla historia de dos jóvenes atolondrados que vivían en un departamento y que insensatamente sacrificaron el uno al otro los más ricos tesoros que tenían en su casa. Pero, para terminar, digamos a los sabios de hoy en día que, de todos los que hacen regalos, ellos fueron los más sabios. De todos los que dan y reciben regalos, los más sabios son los seres como Jim y Delia. Ellos son los verdaderos Reyes Magos.
FIN

La Vida Secreta de Walter Mitty


Por James Thurber



"¡Estamos pasando!” La voz del comandante se oía como cuando se quiebra una capa delgada de hielo. Llevaba el uniforme de gala, con la gorra blanca cubierta de bordados de oro, inclinada con cierta malicia sobre uno de sus fríos ojos grises. “No lo lograremos, señor. Según mi opinión está por desencadenarse un huracán”. “No le estoy pidiendo su opinión, teniente Berg ‑dijo el comandante‑. ¡Ponga en marcha el generador de luz a 8500 revoluciones! ¡Vamos a pasar!” El golpeteo de los cilindros aumentó: tá‑poquetá‑poquetápoquetá‑poquetá‑poquetá. El comandante observó la formación del hielo sobre la ventanilla del piloto. Dio unos pasos y manipuló una hilera de complicados cuadrantes. “¡Conéctese el motor auxiliar número 8!”, gritó. “¡Conéctese el motor auxiliar número 8!”, repitió el teniente Berg. “¡Dotación completa en la torrecilla número 3’, gritó el comandante. “¡Dotación completa en la torrecilla número 3!” Los tripulantes atareados en el desempeño de sus respectivos trabajos, dentro del gigantesco hidroplano de ocho motores de la Armada, con sonrisa aprobatoria se decían entre sí: “¡El viejo nos hará pasar! ¡Ese viejo no le tiene miedo ni al diablo ... !”
‑“¡No tan aprisa! ¡Estás conduciendo demasiado deprisa! ‑dijo la señora Mitty‑. ¿Por qué vamos tan deprisa?”
“¿Qué?”, dijo Walter Mitty. Con un extraño asombro miró a su mujer que estaba sentada al lado de él. Le hizo el efecto de ser una mujer desconocida que le hubiera gritado en medio de una multitud. “Íbamos a cien kilómetros –dijo-. ­Sabes bien que no me gusta correr a más de sesenta. Si ¡llegaste a cien!” Walter Mitty siguió conduciendo el coche hacia Waterbury, en silencio, alejándose el rugido del SN202 a través de la peor tormenta que había experimentado durante sus veinte años de vuelos al servicio de la Armada en las íntimas y remotas rutas aéreas de su imaginación. “Te encuentras de nuevo sufriendo una tensión ‑dijo la señora Mitty‑ Es uno de tus días. Quisiera que el doctor Renshaw te hiciera un examen.”

Walter Mitty detuvo el coche frente al edificio adonde su esposa iba para que le arreglaran el peinado. “No te olvides de comprar los zapatos de goma, mientras me peinan”, dijo ella. “No necesito zapatos de goma”, dijo Mitty. Ella colocó el espejito de nuevo en su bolsa de mano. “Ya hemos discutido eso ‑dijo apeándose del coche‑. Ya no eres joven.” Él aceleró el motor unos instantes. ‑¿Por qué no llevas puestos los guantes? ¿Acaso los perdiste?” Walter Mitty se llevó la mano a un bolsillo y sacó de él los guantes. Se Ios puso, pero tan pronto como ella volvió la espalda y entró al edificio, y después de llegar a una luz roja, se los quitó. “¡Dése prisa!” le gritó un policía cuando cambió la luz, y entonces Mitty se puso de nuevo los guantes y reanudó la marcha. Anduvo recorriendo calles sin rumbo fijo, y luego se encaminó hacia el parque, cruzando de paso frente al hospital.
-... es el banquero millonario, WeIlington McMillan, dijo la linda enfermera. “¿Sí?”, preguntó Mitty, mientras se quitaba lentamente los guantes. “¿A cargo de quién está el caso?” “Del doctor Renshaw y del doctor Bendow, pero hay también dos especialistas aquí, el doctor Remington de Nueva York, y el doctor Pritchard‑Mitford de Londres, que hizo el viaje en avión.” Se abrió una puerta que daba acceso a un corredor largo y frío, en el que apareció el doctor Renshaw. Parecía aturdido y trasnochado. “¡Hola, Mitty! ‑le dijo‑. Estamos pasando las de Caín con McMillan, el banquero millonario que es un íntimo amigo de Roosevelt. Obstreosis del área conductiva. Una operación terciaria. Ojalá que usted quisiera verlo”. “Con mucho gusto”, dijo Mitty. En la sala de operaciones se hicieron las presentaciones en voz baja: “El doctor Remington, el doctor Mitty. El doctor Pritchard‑Mitford, el doctor Walter Mitty”. “He leído su libro sobre estreptotricosis ‑dijo Pitchard‑Mitford, estrechándole la mano‑ Un trabajo magnífico”. “Gracias”, dijo Walter Mitty. No sabía que estuviere usted aquí, Mitty ‑murmuró Remington‑, llevar bonetes a Roma; eso fue lo que hicieron al traernos a Mitford y a mí para esta operación terciaria”. “Es usted muy bondadoso”, dijo Mitty. En aquel momento, una máquina enorme y complicada conectada con la mesa de operaciones, con muchos tubos y alambres, comenzó a hacer un ruido: poquetá‑poquetá‑poquetá. “¡El nuevo anestesiador está fallando! ‑exclamó un interno del hospital‑. ¡No hay aquí quién sepa componer este aparato!” “¡Calma, hombre!”, dijo Mitty, en voz baja y serena, y en un momento se colocó frente a la máquina, que seguía haciendo en forma irregular poquetá‑poquetá‑cuip. Comenzó a mover con suavidad una serie de llaves brillantes. “¡Dénme una estilográfica!”, dijo secamente. Alguien le entregó una pluma estilográfica. Sacó entonces un émbolo defectuoso, y en su lugar insertó la pluma. “Esto resistirá unos diez minutos ‑dijo‑. Prosigan la operación.” Una enfermera se acercó y dijo algo al oído de Renshaw, y Mitty pudo ver que el hombre palidecía. “Ha aparecido la coreapsis ‑dijo Renshaw, muy nervioso‑. ¿Quisiera usted intervenir, Mitty?” Mitty se les quedó mirando a él y al atemorizado Bendow, y fijó luego la vista en los rostros austeros y llenos de incertidumbre de los dos grandes especialistas. “Si ustedes lo desean”, dijo. Le pusieron una túnica blanca y él mismo se ajustó una máscara y se puso los guantes de cirugía que le presentaban las enfermeras.

‑¡Atrás, Mac, atrás! ‑dijo el encargado del parque‑ ¡Cuidado con ese Buick! Walter Mitty pisó los frenos. “No, por ahí”, continuó el encargado. Mitty murmuró algo ininteligible. “Déjelo donde está. Yo lo colocaré debidamente”, dijo el aparcachoces. Mitty se apeó del coche. “¡Pero déjeme la llave!”. “Sí, sí”, dijo Mitty y entregó la llave del motor. El aparcacoches saltó al coche, lo hizo retroceder con insolente habilidad y lo colocó luego en el lugar debido.
Son gente demasiado orgullosa, pensó Walter Mitty mientras caminaba por la calle Main; creen que lo saben todo. Una vez, a la salida de New Milford, había tratado de quitar las cadenas antideslizantes de las ruedas y las enredó en los ejes. Hubo necesidad de llamar a una grúa para que el mecánico desenredara las cadenas. Desde entonces, cuando se trataba de quitar las cadenas la señora Mitty le obligaba a llevar el coche a un taller para que efectuaran esa sencillísima operación. La próxima vez, pensó Mitty, me pondré un brazo en cabestrillo y entonces no se reirán de mí, pues verán así que me era imposible quitar yo mismo las cadenas. Pisó con disgusto la nieve fangosa en la acera. “Zapatos de goma”, se dijo, y se puso a buscar una zapatería.


Cuando salió de nuevo a la calle ya con los zapatos de goma dentro de una caja que llevaba debajo del brazo, Walter Mitty comenzó a preguntarse qué otra cosa le había encargado su mujer. Le había dicho algo dos veces, antes de que salieran de su casa rumbo a Waterbury. En cierto modo, odiaba esas visitas semanales a la ciudad; siempre le salía algo mal. ¿Kleenex, pasta dentífrica, hojas de afeitar?, pensó. No. ¿Cepillo de dientes, bicarbonato, carborundo iniciativa o plebiscito? Se dio por vencido. Pero ella seguramente se acordaría. “¿Dónde está la cosa esa que te encargué? —le preguntaría—. No me digas que te olvidaste de la cosa esa?” En aquel momento pasó un muchacho voceando algo acerca del juicio de Waterbury.
‑... tal vez ésta le refrescará la memoria. El fiscal, súbitamente presentó una pesada pistola automática al ocupante del banquillo de los testigos. “¿Ha visto usted esto antes, alguna vez?” Walter Mitty tomó la pistola y la examinó con aire de conocedor. “Esta es mi Webley‑Vickers 50.80”, dijo con calma. Un murmullo que denotaba agitación general se dejó oír en la sala de la audiencia. El juez impuso el silencio dando golpes con el mazo. “Es usted un magnífico tirador con toda clase de armas de fuego, ¿verdad?”, dijo el fiscal con tono insinuante. “¡Objeto la pregunta!, gritó el defensor de Mitty‑ Hemos probado que el acusado no pudo haber hecho el disparo. Hemos probado que la noche del 14 de julio llevaba el brazo derecho en cabestrillo.” Walter Mitty levantó la mano como para imponer silencio y los abogados de una y otra parte se quedaron perplejos. “Con cualquier marca de pistola pude haber matado a Gregory Fitzhurst a cien metros de distancia, usando mi mano izquierda.” Se desencadenó un pandemónium en la sala del tribunal. El alarido de una mujer se impuso sobre todas las voces y, de pronto, una mujer joven y bonita se arrojó en los brazos de Walter Mitty. El fiscal la golpeó de una manera brutal. Sin levantarse siquiera de su asiento, Mitty descargó un puñetazo en la extremidad de la barba del hombre. “¡Miserable perro!”
‑Bizcocho para cachorro, dijo Walter Mitty. Detuvo el paso, y los edificios de Waterbury parecieron surgir de entre la niebla de la sala de audiencias, y lo rodearon nuevamente. Una mujer que pasaba por ahí se echó a reír. “Dijo bizcocho para cachorro ‑explicó a su acompañante‑. Ese hombre iba diciendo bizcocho para cachorro, hablando solo.” Walter Mitty siguió su camino de prisa. 

Fue a una tienda de la cadena de A and P, pero no entró en la primera por donde pasó, sino en otra más pequeña que estaba calle arriba. “Quiero bizcocho para perritos muy chicos”, dijo al dependiente. “¿De alguna marca especial, señor?” El mejor tirador de pistola de todo el mundo pensó durante un momento. “Dice en la caja bizcocho para cachorro”, dijo Walter Mitty.

Su mujer ya debía haber terminado en el salón de belleza, o tardaría tal vez otros quince minutos, pensó Mitty consultando su reloj, a menos que hubiera tenido dificultades para teñirse como le había ocurrido algunas veces.
No le agradaba llegar al hotel antes que él; deseaba que le aguardara allí como de costumbre. Encontró un gran sillón de cuero en el vestíbulo, frente a una ventana, y puso los zapatos de goma y el bizcocho para cachorro en el suelo, a su lado. Tomó un ejemplar atrasado de la revista Liberty y se acomodó en el sillón. “¿Puede Alemania conquistar el mundo por el aire?” Walter Mitty vio las ilustraciones del artículo, que eran de aviones de bombardeo y de calles arruinadas.
“... El cañoneo le ha quitado el conocimiento al joven Raleigh, señor”, dijo el sargento. El capitán Mitty alzó la vista, apartándose de los ojos el pelo alborotado. “Llévenlo a la cama con los otros ‑dijo con tono de fatiga‑. Yo volaré solo.” “Pero no puede usted hacerlo, señor ‑dijo el sargento con ansiedad‑. Se necesitan dos hombres para manejar ese bombardero y los hunos están sembrando el espacio con proyectiles. La escuadrilla de Von Richtman se encuentra entre este lugar y Saulier”. “Alguien tiene que llegar a esos depósitos de municiones ‑dijo Mitty‑. Voy a ir yo. ¿Un trago de coñac?” Sirvió una copa para el sargento y otra para él. La guerra tronaba y aullaba en torno de la cueva protectora y golpeaba la puerta. La madera estaba desbaratándose y las astillas volaban por todas partes dentro del cuarto, “Una migajita del final”, dijo el capitán Mitty negligentemente. “El fuego se está aproximando”, dijo el sargento. “Sólo vivimos una vez, sargento ‑dijo Mitty con su sonrisa lánguida y fugaz‑. ¿O acaso no es así?” Se sirvió otra copa, que apuró de un trago. “Nunca había visto a nadie que tomara su coñac como usted, señor ‑dijo el sargento‑ Perdone que lo diga, señor. “ El capitán Mitty se puso de pie y fijó la correa de su automática Webley‑Vickers. “Son cuarenta kilómetros a través de un verdadero infierno, señor”, dijo el sargento. Mitty tomó su último coñac. “Después de todo ‑dijo‑, ¿dónde no hay infierno?” El rugido de los cañones aumentó; se oía también el rat‑tat‑tat de las ametralladoras, y desde un lugar distante llegaba ya el paquetá‑paquetá‑paquetá de los nuevos lanzallamas. Walter Mitty llegó a la puerta del refugio protector tarareando Auprés de Ma Blonde. Se volvió para despedirse del sargento con un ademán, diciéndole: “¡Animo, sargento ... !”

Sintió que le tocaban un hombro. “Te he estado buscando por todo el hotel ‑dijo la señora Mitty‑ ¿Por qué se te ocurrió esconderte en este viejo sillón? ¿Cómo esperabas que pudiera dar contigo?” “Las cosas empeoran”, dijo Mitty con voz vaga. “¿Qué?”, exclamó la señora Mitty. “¿Conseguiste lo que te encargué? ¿Los bizcochos para el cachorro? ¿Qué hay en esa caja?” “Los zapatos de goma”, dijo Mitty. “¿No pudiste habértelos puesto en la zapatería?” “Estaba pensando ‑dijo Walter Mitty‑. ¿No se te ha llegado a ocurrir que yo también pienso a veces?” Ella se le quedó mirando. “Lo que voy a hacer es tomarte la temperatura tan pronto como lleguemos a casa”, dijo.
Salieron por la puerta giratoria, que produce un chirrido débilmente burlón cuando se la empuja. Había que caminar dos calles hasta el parque. En la droguería de la esquina le dijo ella: “Espérame aquí. Olvidé algo. Tardaré apenas un minuto”. Pero tardó más de un minuto. Walter Mitty encendió un cigarrillo. Comenzó a llover y el agua estaba mezclada con granizo. Se apoyó en la pared de la droguería, fumando. Apoyó los hombros y juntó los talones. “¡Al diablo con el pañuelo!”, dijo Walter Mitty con tono desdeñoso. Dio una última fumada y arrojó lejos el cigarrillo. Entonces, con esa sonrisa leve y fugaz jugueteando en sus labios, se enfrentó al pelotón de fusilamiento; erguido e inmóvil, altivo y desdeñoso, Walter Mitty, el Invencible, inescrutable hasta el fin.

lunes, 17 de noviembre de 2014

Mitch Albom y sus cantos de sirena.

La literatura, como todo producto de consumo, no es ajena a las campañas publicitarias, a las modas pasajeras, al melodrama real, a las historias auténticas, al consumo de masas.

Primero te llega por las ondas sociales, en forma de susurro, un título llamativo, sorprendente, incluso ingenioso; luego tu pequeño  universo de relaciones dispar y variado coinciden hablando del mismo título, de un autor que desconocías, de una historia real y hermosísima. Pero aún te resistes porque otras veces ya te ha ocurrido. Son historias bien estructuradas, de un paginación asumible, de un precio, en la edición de bolsillo, como un menú diario de comida. El tema es fácil que te llegue pues es fácilmente identificable,  véase la superación de una enfermedad, un encuentro a las puertas de la muerte, un amor de juventud. Pero aún permaneces fiel a tus ideales y sabes que al final no te va a encandilar, así que continúas amarrado al mástil a pesar de que las sirenas cantan cada vez más fuerte.
Posteriormente, una reseña literaria en un medio especializado poco entusiasta pero en la que destaca algo la obra y una amiga con criterio literario que te habla bien de la historia es suficiente para arrojarte finalmente por la borda.

Todo esto me ocurrió con Mitch Albom y su celebérrima obra "Martes con mi viejo profesor". Sí, la leí, y todo lo que suponía que me iba a ocurrir pero que no quería que sucediera, me ocurrió, me defraudó.
Obra formalmente sencilla, sin pretensiones, nos relata los últimos días de vida del profesor universitario que más marcó a Albom en su historia académica, sobretodo por ser excelente persona. El bueno de Mitch, en un momento de cuestionamiento personal, de incertidumbre vital, de descalabro en sus valores (todo muy culturalmente anglosajón)  se encuentra, por casualidad, en un programa de televisión con su viejo profesor y su filosofía de vida. Y no puede evitar viajar a verle.  A partir de ese momento se establece de nuevo una relación donde el moribundo es más vital y lúcido que nadie, donde el joven inseguro encuentra la verdad de la vida, donde todos son despedidas y lloros equilibrados, armónicos. Si a todo le añades que es una historia real y con un estilo sencillo y sin apenas lenguaje propiamente literario, es inevitable que sea todo un éxito.
Pero esto no significa que sea una literatura de calidad,es más se queda muy corto.

"Martes con mi viejo profesor" adolece de ficción, profundidad, recursos literarios, y eso, cada vez más difícil de encontrar, de magia. La magia que provoca que entres en otro universo, que huelas y sientas la enfermedad sentado en el sillón de su habitación, que percibas la angustia de los últimos días mientras presientes que es la última vez que tu amigo verá caer las hojas de su árbol; la magia que hace que te estremezcas al oír las palabras susurradas de tu viejo profesor, que respires la atmósfera cargada de medicamentos y no vuelvas a olvidar ese salitre en el aire, que revivas tus días de estudiante y llores con los últimos momentos compartidos por ambos.

Mitch Albom relata de manera lineal, sencilla, pero sin profundidad, lo que sucedió, sin literatura, sin magia, sin ficción.
Si hubiera sido un artículo periodístico hubiera sido más fiel a su naturaleza, pero no lo llamen literatura, es esta una pretensión a la que no llega. Y es que saber escribir correctamente y en orden no te convierte en escritor, ni tus escritos en literatura.

miércoles, 5 de noviembre de 2014

El cerebro de Doctorow

El escritor norteamericano, E. L.. Doctorow (otro aspirante a Premio Nóbel, - no me da la vida para leer a tanto futurible galardonado-) acaba de publicar su nueva novela "El cerebro de Andrew".

Novela de ritmo vertiginoso, fulgurante, como la mente del protagonista. Frases cortas urdidas perfectamente con grandes párrafos donde una y mil ideas van surgiendo para combinarse en una suerte de puzzle imposible que quiere mostrar una realidad que el todopoderoso cerebro de Andrew interpreta.
Andrew, protagonista absoluto de la novela, es quien habla o escribe a su psiquiatra relatando fragmentos de su vida. Pero no lo relata de una manera habitual, correcta, sino extravagante, pasional, terriblemente rápida sin tiempo para reflexionarno. Si bien no se guarda nada, tampoco deja vacíos en su relato. Todo tiene coherencia, aunque cuando vamos leyendo la sensación de ir descendiendo por una montaña raudamente sin tiempo para pararnos no nos permita percatarnos,  nada es fortuito en su redacción.

La historia narrada por Andrew es una vida marcada por las grandes desgracias, pero con un gran amor; una historia cargada de decepciones pero con pequeñas luces que convierten toda oscuridad en esperanza. Y, en definitiva, una historia humana universal donde hasta la posible locura forma parte coherente de un cerebro tan apasionante como el de E.L. Doctorow.


lunes, 20 de octubre de 2014

Confieso: no he leído a Patrick Modiano

Sí, lo reconozco, nunca he leído un libro del reciente escritor francés galardonado con el Premio Nóbel. Alguien que administra un blog con ínfulas de literario debería haber leído a un autor considerado clásico; en cambio, ni siquiera sabría decir ningún título de Modiano. Además, las referencias que me habían llegado le comparaban con otro escritor francés Jean Echenoz, del que sí había leído dos obras  y no me habían entusiasmado. En fin, no se preocupen, que lo leeré, porque ganar el Nóbel siempre da garantías de calidad.
Pero el motivo de esta entrada no es confesarme sobre lo precario de mis lecturas, sino que esto me ha llevado a reflexionar sobre lo inabarcable que es el arte en general y la literatura en particular.
Si amo la literatura, escribo un blog sobre cuentos literarios, si tengo pretensiones de escritor, si mi vida gira entorno al escrito, ¿cómo no conozco ninguna una obra de un Nóbel? Simplemente, porque es imposible conocerlo todo.
En España, en 2013 se publicaron más de 60.000 libros. Es cierto, la mayoría no son ficción, ni siquiera, si me apuran, se podría considerar literatura, pero sólo con que el 1% se considere como tal, tenía que haber leído 600 títulos. Además, en esta lista de posibles lecturas habría que añadir los escritores de otras lenguas que se van traduciendo al castellano y a autores de la historia de la humanidad. El cine sólo existe desde hace 80 años, un arte asumible; la literatura, dos milenios.
Camilo José Cela, uno de los grandes escritores y un empedernido lector, reconocía que leía, leía y leía, pero que en su biblioteca sabía que había libros que se moriría sin haber abierto.

Todo esto es para concluir a modo de excusa y justificación de mi ignorancia sobre Modiano que la cultura es básica, pero inmanejable, que no podemos conocer todo, simplemente disfrutar de aquella que nos llega y comprendemos. Apasionarnos con la literatura, sin más pretensión que llegar hasta donde nos dé la vida, nos ayudará a comprender mejor el mundo y a ser más felices, y conocer una lista de movimientos literarios, escritores y sus obras sólo nos valdrá para ejercitar la memoria..

 

jueves, 25 de septiembre de 2014

Luis Landero y su absolución


Cuando lees al escritor de Alburquerque (Badajoz) percibes ese artificio macabro, humorístico incluso cínico que son sus obras literarias. Sus personajes siempre juegan a imaginar, a vivir otras vidas. Una fugaz reflexión, un destello irreal por la mente de un personaje se convierte en su modus vivendi y crea un universo irreal donde abundan las paradojas, los desafíos alocados y las vidas vacías. Para los protagonistas de Landero este juego no es más que una consecuencia de algo que debía de suceder. Si en Juegos de la edad tardía”, su novela más conocida, el bueno de Gregorio crea a Faroni un personaje tan lejano a su vida, tan diferente, que tendrá que elegir entre ese fantasioso doble y él mismo, en “Absolución” un paseo intrascendente le lleva a un altercado que descalabra su plácida realidad formada por un trabajo estable, una boda inminente, y unas personas que te adoran. Su protagonista quiere más, aunque no sabe qué, tal vez le lleve al sinsentido pero sin remediarlo necesita vivir otra vida que le redima de  sí mismo. Todo esto acompañado de un irónico humor y unos personajes curiosamente auténticos a pesar de ser estrafalarios.

Sin duda, Landero es uno de los escritores actuales más imaginativo y sorprendente. Además de ser un provocador capaz, utilizando siempre un ritmo magistral (más acertado en esta última novela que en “Juegos de la edad tardía” que en ocasiones abrumaba y se ralentizaba en  exceso), de doblar y doblar la realidad para suscitar, con ese humor inquietante que en ocasiones puede llegar a angustiar, la reflexión. Enorme.

jueves, 4 de septiembre de 2014

La mujer rota de Simone

La locura no es algo extraño, alejado, al común mortal, aunque nos pensemos lo contrario. La línea es muy fina, y extremadamente frágil. Lo es tanto que en ocasiones simplemente viviendo o amando, es decir, haciendo lo que más deseamos, podemos caer en ella. Nuestro ser está hecho para amar pero también nos puede llevar a sufrir y desenfocar nuestra vida, hasta convertirnos en un títere sin cuerdas.
A "La mujer rota" de Simone se Beauvoir le sucede. Según vamos leyendo esta "novella" (más elegante que llamarla novela corta) de la que fue escritora, filósofa, ensayista política, defensora de las mujeres y compañera de Jean Paul Sartre vamos comprendiendo el descenso a los infiernos de una mujer preparada, culta y libre. En forma de diario, somos testigos del desencanto, de la vivencia del fracaso en una pareja que parecía tenerlo todo, más bien, de una mujer que pensaba que lo tenía todo pero que, en cambio, su marido la engañaba con otra mujer. Esto lo emponzoña todo.
La novela tiene un ritmo lógico vital. El tono narrativo va variando según el estado de ánimo de la protagonista. Desde la increencia y el escepticismo, pasando por la rabia, el orgullo o la lucha por su marido; desde el replanteamiento vital, humano de relaciones y elecciones elegidas hasta caer inevitablemente en la decepción, humillación y depresión.
Según vas leyendo su diario, percibes su final trágico, pero es inevitable. Deseas que rompa, huya, grite pero la mujer rota no es capaz, no tiene fuerzas. Su vida se ha fundamentado en un falso pilar, el amor inquebrantable de su matrimonio, y ahora percibe, erróneamente, que toda su existencia es una falsa.
Es una novela triste, amarga, pero verosímil; tanto, que te da miedo el amar sin reservas. Nadie está exento en sufrir por los que quieres. Y Simone supo plasmar la fragilidad humana cuando nuestra confianza en el otro es resquebrajada.



lunes, 4 de agosto de 2014

EL FALSO AUTOESTOP, de Milan Kundera.



"EL LIBRO DE LOS AMORES RIDÍCULOS".


EL FALSO AUTOESTOP.

1.
La manecilla del nivel de la gasolina cayó de pronto a cero y el joven conductor del coupé afirmó que era cabreante lo que tragaba aquel coche.
—A ver si nos vamos a quedar otra vez sin gasolina —dijo la chica (que tenía unos veintidós años) y le recordó al conductor unos cuantos sitios del mapa del país en los que ya les había sucedido lo mismo.
El joven respondió que él no tenía motivo alguno para preocuparse porque todo lo que le sucedía estando con ella adquiría el encanto de la aventura. La chica protestó; siempre que se les había acabado la gasolina en medio de la carretera, la aventura había sido sólo para ella, porque el joven se había escondido y ella había tenido que utilizar sus encantos: hacer autoestop a algún coche, pedir que la llevasen hasta la gasolinera más próxima, volver a parar otro coche y regresar con el bidón. El joven le preguntó si los conductores que la habían llevado habían sido tan desagradables como para que ella hablase de su misión como de una humillación. Ella respondió (con pueril coquetería) que a veces habían sido muy agradables, pero que no había podido sacar provecho alguno porque iba cargada con el bidón y había tenido además que despedirse de ellos antes de que le diera tiempo de nada.
—Miserable —le dijo el joven.
La chica afirmó que la miserable no era ella, sino precisamente él; ¡quién sabe cuántas chicas le hacen autoestop en la carretera cuando conduce solo! El joven cogió a la chica del hombro y le dio un suave beso en la frente. Sabía que ella lo quería y que tenía celos de él. Claro que ser celoso no es una cualidad muy agradable, pero, si no se emplea en exceso (si va unida a la humildad), presenta, además de su natural incomodidad, cierto aspecto enternecedor. Al menos eso era lo que el joven creía. Como no tenía más que
veintiocho años, le parecía que era muy mayor y que había aprendido ya todo lo que un hombre puede saber de las mujeres. Lo que más apreciaba de la chica que estaba sentada a su lado era precisamente aquello que hasta entonces había encontrado con menor frecuencia en las mujeres: su pureza.
La manecilla ya estaba a cero cuando el joven vio a la derecha un cartel que indicaba (con un dibujo en negro de un surtidor) que la gasolinera estaba a quinientos metros. La chica apenas tuvo tiempo de afirmar que se había quitado un peso de encima, cuando el joven ya estaba poniendo el intermitente de la izquierda y entrando en la explanada en la que estaban los surtidores. Pero tuvo que detenerse a un lado porque, junto al surtidor, había un voluminoso camión con un gran depósito de metal que mediante una gruesa manguera llenaba de gasolina el depósito del surtidor.
—Vamos a tener que esperar un buen rato —le dijo el joven a la chica y salió del coche—. ¿Va a tardar mucho? —le preguntó a un hombre vestido con un mono azul.
—Un minuto —respondió el hombre.
Y el joven dijo:
—Ya veremos lo que dura un minuto.
Iba a volver al coche a sentarse pero vio que la chica salía por la otra puerta.
—Voy a aprovechar para ir a hacer una cosa —Dijo ella.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó el joven intencionadamente, porque quería ver la cara que iba a poner.
Hacía ya un año que la conocía y la chica aún era capaz de avergonzarse delante de él, y a él le encantaban esos instantes en los que ella sentía vergüenza; en primer lugar porque la diferenciaban de las mujeres con las que él se había relacionado antes de conocerla, en segundo lugar porque sabía que en este mundo todo es pasajero, y eso hacía que hasta la vergüenza de su chica fuera algo preciado para él.

2
A la chica realmente le desagradaban las ocasiones en las que tenía que pedirle (el joven conducía con frecuencia muchas horas sin parar) que se detuviese un momento junto a un bosquecillo. Siempre le daba rabia cuando él le preguntaba con fingido asombro por el motivo de la parada. Ella sabía que la vergüenza que sentía era ridícula y pasada de moda. En el trabajo había podido comprobar muchas veces que la gente se reía de su susceptibilidad y que la provocaban a propósito. Sentía siempre vergüenza anticipada sólo de pensar que iba a darle vergüenza. Con frecuencia deseaba poder sentirse libre dentro de su cuerpo, despreocupada y sin angustias, como lo hacía la mayoría de las mujeres a su alrededor. Hasta había llegado a inventarse un sistema especial de convencimiento pedagógico: se decía que cada persona recibía al nacer uno de los millones de cuerpos que estaban preparados, como si le adjudicasen una de los millo- nes de habitaciones de un inmenso hotel; que aquel cuerpo era, por tanto, casual e impersonal; que era una cosa prestada y hecha en serie. Lo repetía una y otra vez, en distintas versiones, pero nunca era capaz de sentir de ese modo. Aquel dualismo del cuerpo y el alma le era ajeno. Ella misma era excesivamente su propio cuerpo, y por eso siempre lo sentía con angustia.
Con esa misma angustia se había aproximado también al joven a quien había conocido hacía un año y con el que era feliz quizá precisamente porque nunca separaba su cuerpo de su alma y con él podía vivir por entero. En aquella indivisión residía su felicidad, sólo que tras la felicidad siempre se agazapaba la sospecha, y la chica estaba llena de sospechas. Con frecuencia pensaba que las otras mujeres (las que no se angustiaban) eran más seductoras y atractivas, y que el joven, que no ocultaba que conocía bien a aquel tipo de mujeres, se le iría alguna vez con alguna de ellas. (Es cierto que el joven afirmaba que ya estaba harto de ese tipo de mujeres para el resto de su vida, pero la chica sabía que él era mucho más joven de lo que pensaba. ) Ella quería que fuese suyo por completo y ser ella por completo de él, pero con frecuencia le parecía que cuanto más trataba de dárselo todo, más le negaba algo: lo que da precisamente el amor carente
de profundidad y superficial, lo que da el flirt. Sufría por no saber ser, además de seria, ligera.
Pero esta vez no sufría ni pensaba en nada de eso. Se sentía a gusto. Era su primer día de vacaciones (catorce días de vacaciones en los que durante todo el año había centrado su deseo), el cielo estaba azul (todo el año había estado preguntándose horrorizada si el cielo estaría verdaderamente azul) y él estaba con ella. A su «¿qué vas a hacer?» respondió ruborizándose y se alejó del coche sin decir palabra. Dejó a su lado la estación de servicio que estaba al borde de la carretera, completamente solitaria, en medio del campo; a unos cien metros de allí (en la misma dirección en la que iban) empezaba el bosque. Se dirigió hacia él, se escondió tras un arbusto y disfrutó durante todo ese tiempo de una sensación de satisfacción. (Es que hasta la alegría que produce la presencia del hombre a quien se ama se siente mejor a solas. Si la presencia de él fuera continua, sólo estaría presente en su constante transcurrir. Detenerla sólo es posible en los ratos de soledad. )
Después salió del bosque y se dirigió hacia la carretera; desde allí se veía la estación de servicio; el camión cisterna ya se había ido; el coche se había aproximado a la roja torrecilla del surtidor. La chica se puso a andar carretera adelante, mirando a ratos si ya venía. Luego lo vio, se detuvo y empezó a hacerle señas, tal como se las hacen los autoestopistas a los coches desconocidos. El coche frenó y se detuvo justo al lado de la chica. El joven se agachó hacia la ventanilla, la bajó, sonrió y preguntó:
—¿Adonde va, señorita?
—¿Va hacia Bystrica? —preguntó la chica y sonrió con coquetería.
—Pase, siéntese —el joven abrió la puerta. La chica se sentó y el coche se puso en marcha.

3
El joven siempre disfrutaba cuando su chica estaba alegre; no ocurría con frecuencia: tenía un trabajo bastante complicado, en un ambiente desagradable, con muchas horas extras; en casa, su madre estaba enferma, solía estar cansada; tampoco destacaba por la firmeza de sus nervios ni por su seguridad en sí misma, era víctima fácil de la angustia y el miedo. Por eso era capaz de recibir cualquier manifestación de alegría de ella con la ternura y el cuidado de un padre adoptivo. Le sonrió y dijo:
—Hoy estoy de suerte. Hace ya cinco años que conduzco pero nunca he llevado a una autoestopista tan guapa.
La chica le estaba agradecida al joven por cada una de las zalamerías que le hacía; tenía ganas de disfrutar un rato de aquella cálida sensación y por eso le dijo:
—Parece que sabe mentir muy bien.
—¿Tengo cara de mentiroso?
—Tiene cara de disfrutar mintiendo a las mujeres—dijo la chica y en su voz había un resto involuntario
de la vieja angustia, porque creía realmente que a su joven le gustaba mentirles a las mujeres.
El joven ya se había sentido molesto algunas veces por los celos de la chica, pero esta vez podía pasarlos fácilmente por alto, porque la frase no iba dirigida a él, sino a un conductor desconocido. Por eso le respondió sin más:
—¿Eso le molesta?
—Si saliese con usted, me importaría —dijo la chica y había en ello un sutil mensaje al joven; pero el final de la frase iba dirigido ya al desconocido conductor—: Pero como a usted no le conozco, no me molesta.
—Las mujeres siempre encuentran muchos más defectos en su propio hombre que en los demás —ahora se trataba de un sutil mensaje pedagógico del joven a la chica—, pero ya que no tenemos nada que ver, podríamos entendernos bien.
La chica no tenía intención de entender el mensaje pedagógico subyacente y por eso se dirigió exclusivamente al conductor desconocido:
—¿Y qué, si dentro de un momento nos vamos a separar?
—¿Por qué?
—Porque en Bystrica me bajo.
—¿Y qué pasaría si yo me bajase con usted?
Al oír estas palabras la chica miró al joven y comprobó que tenía exactamente el aspecto que ella se imaginaba en sus más amargas horas de celos; se horrorizó al ver con qué coquetería la halagaba (a ella, a una autoestopista desconocida) y lo bien que le sentaba. Por eso le contestó en plan provocador:
—¿Y qué iba a hacer usted conmigo?
—Con una mujer tan guapa no necesitaría pensar demasiado qué hacer —dijo el joven, y en ese momento hablaba ya más para su chica que para la autoestopista.
Pero la chica sintió como si, al hacerle decir aquella frase halagadora, lo hubiera cogido por sorpresa, como si con un astuto truco lo hubiera obligado a confesar; tuvo un breve e intenso ataque de odio y dijo:
—¿No le parece que exagera?
El joven miró a su chica; aquella cara altiva estaba llena de tensión; sintió lástima por la chica y añoró su mirada habitual, familiar (de la que solía decir que era infantil y sencilla); se acercó a ella, pasó el brazo por su hombro y le susurró el nombre con que solía llamarla y con el que ahora pretendía acabar el juego.
Pero la chica le apartó y dijo:
—¡Me parece que va demasiado rápido!
El joven, al ser rechazado, dijo:
—Perdone señorita —y se puso a mirar fijamente la carretera.

4
Pero el dolor de los celos abandonó a la chica tan rápido como la había atacado. Al fin y al cabo era sensata y sabía que sólo se trataba de un juego; incluso le pareció un poco ridículo haber rechazado al joven sólo por la rabia que le producían los celos; no quería que él lo notase. Por suerte las mujeres tienen una habilidad mágica para modificar ex post el sentido de sus actos. De modo que utilizó esta habilidad y decidió que no lo había rechazado porque le hubiera dado rabia, sino para poder continuar con un juego que, por caprichoso, era tan adecuado para el primer día de vacaciones.
De manera que volvió a ser una autoestopista que acaba de rechazar a un conductor atrevido sólo para hacer la conquista más lenta y más excitante. Se volvió hacia el joven y le dijo con voz melosa:
—¡No era mi intención ofenderle!
—Perdone, no volveré a tocarla —dijo el joven.
Estaba enfadado con la chica por no haberle hecho caso y haberse negado a volver a ser ella misma cuando tanto lo deseaba; y como la chica seguía con su máscara, el joven le traspasó su enfado a la desconocida autoestopista que ella representaba; y así descubrió de pronto el carácter de su papel: abandonó la galantería con la que había pretendido halagar indirectamente a su chica y empezó a hacer de hombre duro  que al dirigirse a las mujeres pone de relieve más bien los aspectos bastos de la masculinidad: la voluntad, el sarcasmo, la confianza en sí mismo.
Este papel era contradictorio con las atenciones que habitualmente le dedicaba el joven a la chica. Es verdad que antes de conocerla se comportaba con las mujeres de un modo más bien brusco que delicado, pero nunca había llegado a parecer un hombre demoníacamente duro porque no sobresalía ni por su fuerza de voluntad ni por su falta de miramientos. Pero si nunca lo había parecido, tanto más había deseado en otros tiempos parecerlo. Se trata seguramente de un deseo bastante ingenuo, pero qué se le va a hacer: los deseos infantiles salvan todos los obstáculos que les pone el espíritu maduro y con frecuencia perduran más que él, hasta la última vejez. Y aquel deseo infantil aprovechó rápidamente la oportunidad de asumir el papel que se le ofrecía.
A la chica le venía muy bien el distanciamiento sarcástico del joven: la liberaba de sí misma. Ella misma era, ante todo, celos. En el momento en que dejó de ver a su lado al joven galante que trataba de seducirla y vio su cara inaccesible, sus celos se acallaron. La chica podía olvidarse de sí misma y entregarse a su papel.
¿Su papel? ¿Cuál? Era un papel de literatura barata. Una autoestopista había parado un coche, no para que la llevase, sino para seducir al hombre que iba en el coche; era una seductora experimentada que dominaba estupendamente sus encantos. La chica se compenetró con aquel estúpido personaje de novela con una facilidad que a ella misma la dejó, acto seguido, sorprendida y encantada.
Y así iban en coche y charlaban; un conductor desconocido y una autoestopista desconocida.

5
No había nada que el joven hubiera echado tanto en falta en su vida como la despreocupación. La carretera de su vida había sido diseñada con despiadada severidad: su empleo no acababa con las ocho horas de trabajo diario, invadía también el resto de su tiempo con el aburrimiento obligado de las reuniones y del estudio en casa; invadía también, a través de la atención que le prestaban sus innumerables compañeros y compañeras, el escasísimo tiempo de su vida privada, que! nunca permanecía en secreto y que por lo demás se había convertido ya un par de veces en objeto de cotilleos y de debate público. Ni siquiera las dos semanas de vacaciones le brindaban una sensación de liberación y de aventura; hasta aquí llegaba la sombra gris de la severa planificación; la escasez de casas de veraneo en nuestro país le había obligado a reservar con medio año de antelación la habitación en los montes Tatra, para lo cual había necesitado una
recomendación del Comité de su empresa, cuya omnipresente alma no le perdía así la pista ni por un momento.
Ya se había hecho a la idea de todo aquello pero, de vez en cuando, tenía la horrible sensación de que le obligaban a ir por una carretera en la que todos le veían y de la que no podía desviarse. Ahora mismo volvía a tener esa sensación; un extraño cortocircuito hizo que identificase la carretera imaginaria con la carretera verdadera por la que iba y eso le sugirió de pronto la idea de hacer una locura.
—¿A dónde dijo que quería ir?
—A Banska Bystrica —respondió.
—¿Y qué va a hacer allí?
—He quedado con una persona.
—¿Con quién?
—Con un señor.
El coche se aproximaba a un cruce de caminos importante; el conductor disminuyó la velocidad para poder leer las señales que indicaban la dirección; luego dobló a la derecha.
—¿Y qué pasaría si no llegase a su cita?
—Sería culpa suya y tendría que ocuparse de mí.
—Seguramente no se ha dado cuenta de que he doblado hacia Nove Zamky.
—¿De verdad? ¡Se ha vuelto loco!
—No tenga miedo, yo me ocuparé de usted —dijo el joven.

De pronto el juego había adquirido un nivel superior. El coche no sólo se alejaba de su objetivo imaginario en Banska Bystrica, sino también del objetivo real hacia el que había partido por la mañana: los Tatra y la habitación reservada. De pronto la vida de ficción atacaba a la vida sin ficción. El joven se alejaba de sí mismo y de la severa ruta de la que hasta ahora nunca se había desviado.
—¡Pero si había dicho que iba a los Pequeños Tatra! —se asombró la chica.
—Señorita, yo voy a donde quiero. Soy un hombre libre y hago lo que quiero y lo que me da la gana.



6.
Cuando llegaron a Nove Zamky, empezaba a hacerse de noche.El joven nunca había estado allí y tardó un rato en orientarse. Detuvo varias veces el coche para preguntar a los viandantes dónde estaba el hotel. Había varias calles en obras, de modo que, aunque el hotel estaba muy cerca (según afirmaban todas las personas a las que les había preguntado), el camino daba tantas vueltas y tenía tantos desvíos que tardaron casi un cuarto de hora en aparcar el coche. El hotel no tenía un aspecto muy agradable, pero era el único hotel de la ciudad y el joven ya no tenía ganas de seguir conduciendo. Así que le dijo a la chica:
—Espere —y bajó del coche.
Al bajar del coche volvió naturalmente a ser él mismo. Y le pareció un fastidio encontrarse por la noche en un sitio completamente distinto del que había planeado; y resultaba aún más fastidioso porque nadie le había obligado y ni siquiera él mismo lo había pretendido. Se echaba en cara la locura que había cometido, pero al final acabó por restarle importancia: la habitación de los Tatra podía esperar hasta el día siguiente y no está mal celebrar el primer día de vacaciones con algo inesperado.
Atravesó el restaurante —lleno de humo, repleto, ruidoso— y preguntó por la recepción. Le indicaron que siguiese hasta la escalera, donde, tras una puerta de cristal, estaba sentada una rubia de aspecto anticuado bajo un tablero lleno de llaves: le costó trabajo obtener la llave de la única habitación libre.
La chica, al quedarse sola, también prescindió de su papel. Pero le fastidiaba encontrarse en una ciudad extraña. Estaba tan entregada al joven que no dudaba de nada de lo que él hacía y dejaba en sus manos, con toda confianza, las horas de su vida. Pero en cambio volvió a pensar que quizá, tal como ella ahora, otras mujeres con las que se encontraba en sus viajes de trabajo esperarían al joven en su coche. Pero, curiosamente, aquella imagen ahora no le produjo dolor; la chica sonrió inmediatamente al pensar lo
hermoso que era que esa mujer extraña fuese ahora ella; aquella mujer extraña, irresponsable e indecente, una de aquellas de las que había tenido tantos celos; le parecía que les había ganado la mano a todas; que había descubierto el modo de apoderarse de sus armas; de darle al joven lo que hasta entonces no había sabido darle: ligereza, inmoralidad e informalidad; sintió una particular sensación de satisfacción por ser capaz de convertirse ella misma en todas las demás mujeres y de ocupar y devorar así (ella sola, la única) a su amado.
El joven abrió la puerta del coche y condujo a la chica al restaurante. En medio del ruido, la suciedad y el humo, descubrió una única mesa libre en un rincón.

7
—Bueno ¿y ahora cómo se va a ocupar de mí?
—¿Qué aperitivo prefiere?
La chica no era muy aficionada a beber; como mucho bebía vino y le gustaba el vermouth. Pero esta vez, adrede, dijo:
—Vodka.
—Estupendo —dijo el joven—. Espero que no se me emborrache.
—¿Y si me emborrachara? —dijo la chica.
El joven no le respondió y llamó al camarero y pidió dos vodkas y, para cenar, solomillo. El camarero trajo, al cabo de un rato, una bandeja con dos vasitos y la puso sobre la mesa.
El joven levantó el vaso y dijo:
—¡A su salud!
—-¿No se le ocurre un brindis más ingenioso?
Había algo en el juego de la chica que empezaba a irritar al joven; ahora, cuando estaban sentados cara a cara, comprendió que no sólo eran las palabras las que hacían de ella otra persona diferente, sino que estaba cambiada por entero, sus gestos y su mímica, y que se parecía con una fidelidad que llegaba a ser desagradable a ese modelo de mujer que él conocía tan bien y que le producía un ligero rechazo.
Y por eso (con el vaso en la mano levantada) modificó su brindis:
—Bien, entonces no brindaré por usted, sino por su especie, en la que se conjuga con tanto acierto lo mejor del animal y lo peor del hombre.
—¿Cuando habla de esa especie se refiere a todas las mujeres? —preguntó la chica.
—No, me refiero sólo a las que se parecen a usted.
—De todos modos no me parece muy gracioso comparar a una mujer con un animal.
—Bueno —el joven seguía con el vaso levantado—, entonces no brindo por su especie, sino por su alma, ¿le parece bien? Por su alma que se enciende cuando desciende de la cabeza al vientre y que se apaga cuando vuelve a subir a la cabeza.
La chica levantó su vaso:
—Bien, entonces por mi alma que desciende hasta el vientre.
—Rectifico otra vez —dijo el joven—: mejor por su vientre, al cual desciende su alma.
—Por mi vientre —dijo la chica y fue como si su vientre (ahora que lo habían mencionado) respondiera a la llamada: sentía cada milímetro de su piel.
El camarero trajo el solomillo y el joven pidió más vodka con sifón (esta vez brindaron por los pechos de la chica) y la conversación continuó con un extraño tono frívolo. El joven estaba cada vez más irritado por lo bien que la chica sabía ser esa mujer lasciva; si lo sabe hacer tan bien, es que realmente lo es; está claro que no ha penetrado ningún alma extraña dentro de ella; está jugando a ser ella misma; quizá sea esa otra parte de su ser que otras veces permanece encerrada y a la que ahora, con la excusa del juego, le ha abierto la jaula; es posible que la chica crea que al jugar se está negando a sí misma, pero ¿no sucede precisamente lo contrario? ¿No es en el juego donde se convierte de verdad en sí misma? ¿No se libera al jugar? No, la que está sentada frente a él no es una mujer extraña dentro del cuerpo de su chica; es su propia chica, nadie más que ella. La miraba y sentía hacia ella un desagrado cada vez mayor.
Pero no se trataba únicamente de desagrado. Cuanto más se alejaba la chica de él síquicamente, más la deseaba físicamente; la extrañeza del alma particularizaba el cuerpo de la chica; incluso era ella la que lo convertía de verdad en cuerpo; era como si hasta entonces aquel cuerpo no hubiera existido para el joven más que en el limbo de la compasión, la ternura, los cuidados, el amor y la emoción; como si hubiese estado
perdido en aquel limbo (¡sí, como si el cuerpo hubiese estado perdido!). El joven tenía la sensación de ver hoy por primera vez el cuerpo de la chica.
Cuando terminó de tomar el tercer vodka con soda, la chica se levantó y dijo con coquetería:
—Perdone.
El joven dijo:
—¿Puedo preguntarle a dónde va, señorita?
—A mear, si no le importa —dijo la chica y se alejó por entre las" mesas hacia una cortina de terciopelo.

8
Estaba contenta de haber dejado estupefacto al joven con aquella palabra que —a pesar de su inocencia— nunca le había oído decir: le parecía que nada reflejaba mejor al tipo de mujer a la que jugaba que la coquetería con la que había puesto el énfasis en la mencionada palabra; sí, estaba completamente  satisfecha; aquel juego le entusiasmaba; le hacía sentir lo que nunca había sentido: por ejemplo aquella sensación de despreocupada irresponsabilidad.
Ella, que siempre había tenido miedo de cada paso que tenía que dar, de pronto se sentía completamente suelta. Aquella vida ajena dentro de la que se encontraba era una vida sin vergüenza, sin determinaciones biográficas, sin pasado y sin futuro, sin ataduras; era una vida excepcionalmente libre. La chica, siendo autoestopista, podía hacerlo todo: todo le estaba permitido; decir cualquier cosa, hacer cualquier cosa, sentir cualquier cosa.
Atravesaba la sala y se daba cuenta de que la miraban desde todas las mesas; esa también era una sensación nueva, hasta entonces desconocida: la impúdica satisfacción del propio cuerpo. Hasta ahora nunca había sido capaz de librarse por completo de aquella niña de catorce años que se avergüenza de sus pechos y que siente como una desagradable impudicia que le sobresalgan del cuerpo y sean visibles. Aunque siempre se había sentido orgullosa de ser guapa y bien hecha, aquel orgullo era inmediatamente corregido por la vergüenza: intuía correctamente que la belleza femenina funciona, ante todo, como incitación sexual y eso le desagradaba; ansiaba que su cuerpo sólo se dirigiese al hombre que amaba; cuando los hombres le miraban los pechos en la calle, le parecía que con ello arrasaban una parte de su más secreta intimidad, que sólo le pertenecía a ella y a su amante. Pero ahora era una autoestopista, una mujer sin destino; se había visto privada de las tiernas ataduras de su amor y había empezado a tomar intensa conciencia de su cuerpo; lo sentía con tanta mayor excitación cuanto más extraños eran los ojos que la observaban.
Cuando pasaba junto a la última mesa, un individuo medio borracho, deseando jactarse de ser un hombre de mundo, le dijo en francés:
—Combien, mademoiselle?
La chica lo entendió. Irguió el cuerpo, sintiendo cada uno de los movimientos de sus caderas; desapareció tras la cortina.

9
Todo aquello era un juego raro. La rareza consistía, por ejemplo, en que el joven, aunque había asumido estupendamente la función de conductor desconocido, no dejaba de ver en la autoestopista desconocida a su chica. Y eso era precisamente lo más doloroso; veía a su chica seducir a un hombre desconocido y disfrutaba del amargo privilegio de estar presente; veía de cerca el aspecto que tiene y lo que dice cuando lo engaña (cuando lo engañaba, cuando lo va a engañar); tenía el paradójico honor de ser él mismo objeto de su infidelidad.
Lo peor era que la adoraba más de lo que la amaba; siempre le había parecido que su ser sólo era real dentro de los límites de la fidelidad y la pureza y que más allá de esos límites simplemente no existía; que más allá de aquellos límites habría dejado de ser ella misma, tal como el agua deja de ser agua más allá del límite de la ebullición. Ahora, al verla trasponer con natural elegancia aquel horrible límite, se llenaba de rabia.
La chica volvió del servicio y se quejó:
—Uno de aquellos me dijo: Combien, mademoiselle?
—No se asombre —dijo el joven—, tiene usted aspecto de furcia.
—¿Sabe que no me molesta en absoluto?
—¡Debía haberse ido con ese señor!
—Ya le tengo a usted.
—Puede irse con él después. ¿Por qué no se ponen de acuerdo?
—No me gusta.
—Pero no tiene usted inconveniente en estar una misma noche con varios hombres.
—Si son guapos ¿por qué no?
—¿Los prefiere uno tras otro o al mismo tiempo?
—De las dos maneras.

La conversación era una suma de barbaridades cada vez mayores; la chica estaba un poco espantada, pero no podía protestar. También el juego encierra falta de libertad para el hombre, también el juego es una trampa para el jugador; si aquello no fuera un juego, si estuvieran sentadas frente a frente dos personas extrañas, la autoestopista se hubiera podido ofender hace tiempo y hubiera podido marcharse; pero el juego no tiene escapatoria; el equipo no puede huir del campo antes de que finalice el juego, las piezas de ajedrez no pueden escaparse del tablero, los límites del campo de juego no pueden traspasarse. La chica sabía que tenía que aceptar cualquier juego, precisamente porque era un juego. Sabía que cuanto más exagerado fuera, más sería un juego y más obediente iba a tener que ser al jugar. Y era inútil invocar la razón y advertir al alma alocada que debía mantener las distancias con respecto al juego y no tomárselo en serio. Precisamente porque se trataba sólo de un juego, el alma no tenía miedo, no se resistía y caía en él como alucinada.
El joven llamó al camarero y pagó la cuenta. Luego se levantó y le dijo a la chica:
—Podemos ir.
—¿A dónde? —fingió asombro la chica.
—No preguntes y camina —dijo el joven.
—¿Con quién se cree que está hablando?
—Con una furcia —dijo el joven.

10
Iban por una escalera mal iluminada: en el descansillo, antes del primer piso, había un grupo de hombres medio borrachos delante de la puerta del retrete. El joven abrazó a la chica por la espalda, de tal modo que su mano apretaba el pecho de ella. Los hombres que estaban junto al retrete lo vieron y empezaron a dar gritos. La chica intentó soltarse pero el joven le gritó:
—¡Aguanta!
Los hombres aprobaron su actitud con zafia solidaridad y le dirigieron a la chica unas cuantas groserías.
El joven llegó con la chica al primer piso y abrió la puerta de la habitación. Encendió la luz.
Era una habitación estrecha con dos camas, una mesilla, una silla y un lavabo. El joven cerró la puerta y se volvió hacia la chica. Estaba frente a él con un gesto de suficiencia y una mirada descaradamente sensual.
El joven la miraba y trataba de descubrir, tras la expresión lasciva, los familiares rasgos de la chica, a los que amaba con ternura. Era como si mirase dos imágenes metidas en un mismo visor, dos imágenes puestas una encima de otra y que se trasparentasen la una a través de la otra. Aquellas dos imágenes que se trasparentaban le decían que en la chica había de todo, que su alma era terriblemente amorfa, que cabía en ella la fidelidad y la infidelidad, la traición y la inocencia, la coquetería y el recato; aquella mezcla brutal le parecía asquerosa como la variedad de un basurero. Las dos imágenes seguían trasparentándose la una a través de la otra y el joven pensaba en que la chica sólo se diferenciaba de las demás superficialmente, pero que en sus extensas profundidades era igual a otras mujeres, llena de todos los pensamientos, las sensaciones, los vicios posibles, dándoles así la razón a sus dudas y a sus celos secretos; que lo que parece un
perfil que marca sus límites como individuo es sólo una falacia que engaña al otro, a quien la mira, a él. Le parecía que aquella chica, tal como él la quería, no era más que un producto de su deseo, de su capacidad de abstracción, de su confianza, y que la chica real estaba ahora ante él y era desesperadamente extraña, desesperadamente ambigua. La odiaba.
—¿Qué estás esperando? Desnúdate —dijo.
La chica inclinó con coquetería la cabeza y dijo:
—¿Para qué?
El tono con que lo dijo le resultó muy familiar, le pareció que hace ya mucho tiempo se lo había oído a otra mujer, pero ya no sabía a cuál. Tenía ganas de humillarla. No a la autoestopista, sino a su propia chica.
El juego se había confundido con la vida. Jugar a humillar a la autoestopista no era más que una excusa para humillar a la chica. El joven olvidó que estaba jugando. Sencillamente odiaba a la mujer que estaba delante de él. La miró fijamente y sacó de la cartera un billete de cincuenta coronas. Se lo dio a la chica:
—¿Es suficiente?
La chica cogió las cincuenta coronas y dijo:
—No me valora demasiado.
El joven dijo:
—No vales más.
La chica se abrazó al joven:
—¡No debes portarte así conmigo! ¡Conmigo tienes que portarte de otra manera, tienes que poner algo de tu parte!
Lo abrazaba y trataba de llegar con su boca a la de él. El joven le puso los dedos en la boca y la apartó suavemente. Dijo:
—Sólo beso a las mujeres cuando las quiero.
—¿Y a mí no me quieres?
—No.
—¿Y a quién quieres?
—¿A ti qué te importa? ¡Desnúdate!

11
Nunca se había desnudado así. La timidez, el sentimiento interior de pánico, el alocamiento, todo lo que siempre había sentido al desnudarse delante del joven (cuando no la tapaba la oscuridad), todo aquello había desaparecido. Ahora estaba frente a él confiada, descarada, iluminada y sorprendida al descubrir de pronto los hasta entonces desconocidos gestos del desnudo lento y excitante. Percibía sus miradas, iba dejando a un lado, con mimo, cada una de sus prendas y saboreaba los distintos estadios de la desnudez. Pero de pronto se encontró ante él totalmente desnuda y en ese momento se dijo que el juego había terminado; que al quitarse la ropa se ha quitado también el disfraz y que ahora está desnuda, lo cual significa que ahora vuelve a ser ella misma y que el joven ahora tiene que acercarse a ella y hacer un gesto con el que lo borre todo, tras el cual sólo vendrá ya el más íntimo acto amoroso. Así que se quedó desnuda delante del joven y en ese momento dejó de jugar; estaba perpleja y en su cara apareció una sonrisa que era de verdad sólo suya: tímida y confusa.
Pero el joven no se acercó a ella y no borró el juego. No percibió la sonrisa que le era familiar; sólo veía ante sí el hermoso cuerpo extraño de su propia chica, a la que odiaba. El odio limpió su sensualidad de cualquier resto de sentimientos. Ella quiso acercarse pero él le dijo:
—Quédate donde estás, quiero verte bien.
Lo único que ahora deseaba era comportarse con ella como con una furcia de alquiler. Sólo que el joven nunca había tenido una furcia de alquiler y las únicas imágenes de que disponía al respecto provenían de la literatura y de lo que había oído contar. Se remitió por lo tanto a aquellas imágenes y lo primero que vio en ellas fue a una mujer en ropa interior negra (con medias negras) bailando sobre la reluciente tapa de un piano. En la pequeña habitación del hotel no había piano, lo único que había era una mesilla junto a la pared, pequeña, cubierta con un mantel de lino. Le ordenó a la chica que se subiera a ella. La chica hizo un gesto de súplica pero el joven dijo:
—Ya has cobrado.
Al ver en la mirada del joven su irreductible obsesión, trató de continuar con el juego, aunque ya no podía ni sabía hacerlo. Con lágrimas en los ojos se subió a la mesa. Apenas medía un metro de lado y una de las patas era un poquito más corta; la chica, de pie sobre la mesa, tenía sensación de inestabilidad.
Pero el joven estaba satisfecho con la figura desnuda que se elevaba por encima de él y cuya avergonzada inseguridad no hacía más que incrementar su autoritarismo. Deseaba ver aquel cuerpo en todas las posturas y desde todos los ángulos, del mismo modo en que se imaginaba que lo habían visto y lo verían también otros hombres. Era grosero y lascivo. Le decía palabras que ella nunca le había oído decir. La chica tenía ganas de rebelarse, de huir del juego; le llamó por su nombre pero él le gritó que no tenía derecho a tratarlo con tanta confianza. Y así por fin, confusa y llorosa, le obedeció; se inclinaba y se agachaba según los deseos del joven, saludaba y movía las caderas como si estuviera bailando un twist; en ese momento, al hacer un movimiento un poco más brusco, el mantel se deslizó bajo sus piernas y estuvo a punto de caerse.
El joven la sostuvo y la arrastró a la cama.
La penetró. Ella se alegró de pensar que al menos ahora se acabaría aquel desgraciado juego y que volverían a ser ellos mismos, tal como eran, tal como se querían. Trató de unir su boca a la de él. Pero el joven se lo impidió y le repitió que sólo besaba a una mujer cuando la quería. Se echó a llorar. Pero ni siquiera del llanto pudo disfrutar, porque el furioso apasionamiento del joven iba ganándose gradualmente su cuerpo, que hizo callar a los lamentos de su alma. Pronto hubo en la cama dos cuerpos perfectamente fundidos, sensuales y ajenos. Aquello era precisamente lo que toda su vida la había espantado y lo que había tratado cuidadosamente de evitar: acostarse con alguien sin sentimientos y sin amor. Sabía que había atravesado la frontera prohibida, pero ahora, después de cruzarla, ya se movía sin protestar y con plena participación; sólo en algún rincón lejano de su conciencia se horrorizaba al comprobar que nunca había sentido tal placer y tanto placer como precisamente esta vez —más allá de aquella frontera.

12
Luego todo terminó. El joven se levantó de encima de la chica y llevó la mano al largo cable que colgaba sobre la cama; apagó la luz. No deseaba ver la cara de la chica. Sabía que el juego había terminado, pero no tenía ganas de volver a la relación habitual con ella; le daba miedo aquel regreso. Estaba ahora acostado en la oscuridad junto a ella, acostado de modo que sus cuerpos no se tocaran.
Al cabo de un rato oyó un suave gemido; la mano de la chica rozó tímida, infantilmente, la suya: la rozó, se retiró, volvió a rozarla y luego se oyó una voz suplicante, que gemía, lo llamaba por un apelativo familiar y decía:
—Yo soy yo, yo soy yo...
El joven callaba, no se movía y advertía la triste falta de contenido de la afirmación de la chica, en la que lo desconocido era definido por sí mismo, por lo desconocido.
Y la chica pasó en seguida de los gemidos a un ruidoso llanto y volvió a repetir aquella emotiva tautología incontables veces:
—Yo soy yo, yo soy yo, yo soy yo...

El joven empezó a llamar en su ayuda a la compasión (tuvo que llamarla de lejos, porque por allí cerca no se encontraba), para acallar a la chica. Todavía tenían por delante trece días de vacaciones.

jueves, 17 de julio de 2014

Fulgor recomendado

Nuestra amiga Carmen nos recomienda el cuento, Mi muerte, del escritor portugués Antonio Lobo Antunes. Aquí os dejo el mensaje y el enlace. Qué lo disfruten.

Buenos dias Fantático Mr.Lemú.

Contacto otra vez con usted para sugerirle otro cuento que me ha gustado y que quiero compartir con todos los fulgorianos. Aunque calle, como el protagonista del cuento, le sigo de cerca y no me pierdo ninguna entrada, se lo aseguro.
Es de Antonio Lobo y se titula MI Muerte.
Le dejo el enlace

http://sinaloalee.blogspot.com.es/2011/05/mi-muerte-de-antonio-lobo-antunes.html

sábado, 28 de junio de 2014

Stanislaw Lem y el verano.

Leí hace años, en contra de la opinión de varios amigos lectores "Memorias del piloto Pirx" de Stanislaw Lem, escritor de culto para muchos por su arte considerado intelectual y cuestionar los grandes interrogantes humanos. Los relatos sobre Pirx es un libro de cuentos donde un aspirante y posteriormente piloto profesional se enfrenta en la soledad del cosmos, en planetas lejanos, en espacios agobiantes y amenazantes, a ellos mismos; sí, a las grandes cuestiones de la humanidad y lo hacen en marcos donde nadie se había aventurado antes de manera satírica. Y me entusiasmó. Era diferente y profundo, aspectos que valoro especialmente.
Lem, con una gran formación científica (no como Jules Verné, hablando un poco de todo, que copiaba manuales tecnológicos en sus novelas) crea mundos de gran detalle y ciertamente reales aunque siempre imaginarios, mas de base científica. Cuando lo lees, muchos aspectos no lo entiendes, pero  transmiten una absoluta realidad; es capaz de percibir los mundos extraterrestres cargados de soledad, sin sentido para el humano, donde se debe enfrentar, sin remedio, a las preguntas fundamentales. Aspectos que cuando me inmiscuí en los relatos del piloto Pirx me atraparon y dejaron en mí una sensación de gran lectura.
Después lo intenté hace dos veranos, con el buen sabor de Pirx, a "Retorno de las estrellas", que ni siquiera recuerdo su argumentación pero me fue imposible; no logré entrar, entender nada, coger el ritmo de lectura y lo achaqué a ser una novela especialmente técnica, o eso me pareció.
Pero hace dos semanas cayó en mis manos "Solaris", el libro de culto de Lem, su referente, aunque nadie haya leído nada del escritor polaco sabe que es su novela, además llevada al cine. Y me defraudó. Fueron esos días de junio en donde sorprende el calor, donde aún llevas camisa de manga larga y calcetines y que te pasas el día sudando cuando me aventuré a viajar a este extraño planeta de dos soles. Escrito inquietante, de atmósfera agobiante, sin oxígeno, como estas tarde de junio en el parque, donde un hombre llega a una estación espacial en un extraño planeta habitado por dos hombre y algunas extrañas presencias: recuerdos y un océano que todo lo controla. Si bien es cierto que percibí la angustia, el desasosiego, de lo desconocido la dura soledad ante las últimas preguntas humanas, me quedé allí; tal vez el calor, los dos soles de "solaris" que parecían calentar el vagón del metro en el que viajaba, la angustia del protagonista que me calaba, todo me impedía entrar a la abstracción literaria y no viajé realmente al universo de Lem. Tal vez mis amigos lectores tuvieran razon sobre el escritor polaco, o tal vez no fuera el momento ni el lugar. Porque, ¿quién soy yo, más que un lemur para juzgar a ningún autor?