"...el cuento literario condensa la obsesión de la alimaña, hace perder al lector contacto con la desvaída realidad que le rodea, arrasarlo a una sumersión más intensa y avasalladora. De un cuento así se sale como de un acto de amor, agotado y fuera del mundo circundante, al que se vuelve poco a poco con una mirada de sorpresa, de lento reconocimiento, muchas veces de alivio y tantas otras de resignación"
Julio Cortázar: "Del cuento breve y sus alrededores"

"El siguiente en la fila", de Bradbury.

 Fulgor intenso, que se desarrolla en el México racial, salvaje y donde las pulsiones arrastran a los individuos. La protagonista se verá abocada en su turbación a la locura con la complicidad indolente de su marido, que parece tener un plan terrorífico para con ella, o no.
Obra maestra de gran tensión y obsesión desde el inicio, anticipando cada palabra el desenlace final e insinuando tramas (posible aborto, enfermedad mental, venganza) que no hacen sino angustiar más al lector.
Reseñable el protagonista, Joseph, con ese dualismo moral que emula al personaje preculsor de Stevenson, "John Silver", que nunca sabremos si tiene un plan terrible o simplemente es egoísta, pero ambas igualmente crueles.
Escenas memorables que van ponzoñando el oxígeno que respiramos como la visita al cementerio o el coche averiado que van produciendo una angustia en tu ser según vas leyendo. Y sutiles matices, palabras o desfallecimientos que van embarrando por completo la historia.
 Bienvenidos al Bradbury más auténtico.


EL SIGUIENTE EN LA FILA

Era una pequheña caricatura de una plaza de pueblo. Había allí estos ingredientes frescos: la caja de bombones de un kiosco donde estallaba la música las noches de los jueves y los domingos; unos hermosos bancos de bronce y cobre patinados de verde con volutas y flores; hermosos senderos de mosaicos rosados y azules —azules como ojos de mujer recién pintados, rosados como maravillas ocultas de mujer—, y hermosos árboles podados y recortados en forma de caja de sombreros. Todo, desde la ventana del hotel, tenía la fresca amabilidad y la fantasía increíble que uno hubiera esperado encontrar en una villa francesa de fines de siglo. Pero no, esto era México, y ésta era una plaza en un pueblecito colonial mexicano, con un hermoso Teatro Municipal de la ópera, donde se exhibían películas a dos pesos la entrada: Rasputín y la emperatriz, La casona, Madame Curie, Aventura de amor, Los papás enamorados. Joseph salió al balcón, donde ardía el sol de la mañana, y se arrodilló junto a la balaustrada de hierro, apuntando con la cámara Brownie. Detrás, en el baño, corría el agua, y se oyó la voz de Marie:
—¿Qué estás haciendo?—... una fotografía —murmuró Joseph
.Marie preguntó de nuevo. Joseph apretó el obturador, se incorporó, movió el carrete, con los ojos entornados, y dijo:
—Tomando una fotografía de la plaza. Dios, cómo gritaban esos hombres anoche. No me dormí hasta las dos y media. Tendríamos que haber venido un día de reunión del Rotary.
—¿Cuáles son los planes para hoy?
—Iremos a ver las momias.
—Oh —dijo Marie. Hubo un largo silencio. Joseph entró, con la cámara colgando, y encendió un cigarrillo.
—Iré a verlas solo —dijo Joseph—, si no tienes ganas.
—No —dijo Marie, con una voz no muy firme—. Iré contigo. Pero espero que lo olvidemos pronto. Es un pueblecito tan encantador…
—¡Mira! —dijo Joseph, advirtiendo de reojo un movimiento. Corrió al balcón, y se quedó allí con el cigarrillo humeante, olvidado entre los dedos—. ¡Ven rápido, Marie!
—Me estoy secando —dijo Marie.
—Por favor, apresúrate —dijo Joseph, fascinado, mirando la calle.
Hubo un movimiento detrás de él, y luego un olor a jabón, agua, piel, toalla húmeda y agua de colonia. Marie estaba en el balcón.
—No te muevas —le dijo a Joseph—. Así podré mirar sin exhibirme. Estoy desnuda. ¿Qué pasa?
—¡Mira! —gritó Joseph.
Una procesión remontaba la calle. Un hombre iba adelante, con un bulto en la cabeza. Detrás venían mujeres envueltas en rebozos negros, mordiendo naranjas y escupiendo las cáscaras a la calle; junto a las mujeres, unos niños; adelante, hombres. Algunos mascaban caña de azúcar, mordiendo la corteza y arrancándola luego en largas tiras y chupando la pulpa suculenta y los jugos. Eran en total cincuenta personas.
—Joe —dijo Marie detrás de Joseph, tomándolo por el brazo.
No era un bulto común lo que llevaba sobre la cabeza el primer hombre de la procesión, en delicado equilibrio, como una pluma de pollo. El bulto estaba cubierto con una seda plateada, y tenía flecos de plata y rosetas de plata. Y el hombre lo sostenía cuidadosamente con una mano morena, balanceando la mano libre. La procesión era un funeral y el bulto era un ataúd. Joseph miró de reojo a su mujer. Marie tenía el color de la leche fresca. Había perdido el color rosado del baño. El corazón se le había hundido en algún vacío secreto. Se apoyaba con fuerza en el marco de la puertaventana, y miraba a la gente que subía por la calle, miraba cómo comían fruta, oía cómo hablaban tranquilamente entre ellos y reían. Olvidó que estaba desnuda.
—Un niño o una niña que se ha ido a un mundo mejor ——dijo Joseph,—¿Adónde la llevan?
Marie no se sorprendió por esa elección del pronombre femenino. Se había identificado ya con el cuerpo minúsculo, envuelto como una fruta verde. Ahora, en este momento, la llevaban loma arriba en una cerrada oscuridad, como un hueso en un melocotón, y la niña, callada y aterrorizada, sentía las manos del padre en el exterior del ataúd, suave, silencioso y firme adentro.
—Al cementerio, naturalmente. Ahí la llevan —dijo Joseph mientras el humo del cigarrillo le nublaba los ojos como un filtro.
—No el cementerio.
—Sólo hay un cementerio en estos pueblos, lo sabes bien, y hacen todo deprisa. Esa niña ha muerto hace sólo quizás unas pocas horas.
—Unas pocas horas...Marie se volvió, ridícula, desnuda, sosteniendo apenas la toalla con las manos débiles. Caminó hacia la cama.
—Hace unas pocas horas estaba viva, y ahora...—Ahora corren loma arriba ——continuó Joseph—. Este clima no es bueno para los muertos. Hace calor, y no hay embalsamadores. Tienen que terminar todo enseguida.
—Pero no ese cementerio, ese sitio horrible ———dijo Marie con una voz que parecía venir de un sueño.
—Oh, las momias —dijo Joseph—. No permitas que eso te obsesione. Marie se sentó en la cama, golpeando una y otra vez la toalla que le cubría el regazo. Miraba hacia adelante; los ojos ciegos como los pezones oscuros. No veía a Joseph, ni veía tampoco el cuarto. Sabía que si él castañeteaba los dedos o tosía, ella ni siquiera levantaría la cabeza.
—Comían fruta en ese funeral y se reían —dijo.
—Es una larga cuesta hasta el cementerio.
Marie se estremeció, convulsivamente, como un pez que trata de librarse de un anzuelo. Se tendió en la cama y Joseph la miró como alguien que examina en una actitud crítica, tranquila y despreocupada una mediocre escultura. Marie se preguntó ociosamente hasta qué punto las manos de Joseph habían intervenido en el ensanchamiento, el achatamiento y los cambios del cuerpo de ella. Éste, por cierto, no era el cuerpo con el que había empezado Joseph, Ya no era posible modificarlo ahora. Como una arcilla que el escultor ha humedecido descuidadamente, ya no podía tomar otra forma. Para modelar la arcilla uno la calienta con las manos, evapora la humedad con calor. Pero el hermoso verano había quedado atrás para ellos. Ya no había calor que pudiera absorber la humedad de los años que ahora le pesaban a ella en los pechos y el cuerpo. Cuando el calor desaparece, es maravilloso e inquietante descubrir con qué rapidez una vasija acumula en las células el agua destructora.
—No me siento bien —dijo, echada en la cama, pensando—. No me siento bien—repitió, pues Joseph no había respondido. Al cabo de uno o dos minutos se incorporó—. No nos quedemos aquí otra noche, Joe.
—Pero es un pueblo maravilloso.
—Sí, pero no nos queda nada por ver.
Marie se puso de pie. Sabía ya lo que vendría. Buen humor, alegría, ánimo, todo falso y esperanzado
—Podemos ir a Patzcuaro. En seguida. No tienes por qué ocuparte de las maletas. Yo me encargaría de todo, querido. Conseguiríamos fácilmente un cuarto en el Don Posada. Dicen que es un pueblo hermoso...
—Éste —dijo Joseph— es un pueblo hermoso.
—Las buganvillas crecen cubriendo los edificios...
—Éstas —Joseph señaló unas flores en la ventana— son buganvillas.
—... y podremos pescar, a ti te gusta pescar —dijo Marie, rápidamente—. Y yo podría pescar también, aprendería, sí. ¡Siempre quise aprender! Y dicen que los indios tarascos de allí son casi de facciones mongólicas, y apenas hablan español, y de Patzcuaro podríamos ir a Paracutin, cerca de Uruapan, y ahí hay unas cajas de laca hermosísimas. Oh, sería muy divertido, Joe. Haré las maletas. Tú no te molestes, yo...Marie corrió hacia el baño y Joseph la detuvo:
—Marie.
—¿Sí?
—¿No dijiste que no te sentías bien?—Es cierto, es cierto. Pero pensando en todos esos sitios encantadores...
—No hemos visto ni una décima parte de este pueblo —explicó Joseph pacientemente—. En la loma hay una estatua de Morelos. Quiero sacarle una foto. Y también a las casas francesas de los barrios altos... Hemos viajado quinientos kilómetros y hace apenas un día que estamos aquí y ya quienes ir a otra parte. Ya he pagado el hotel por otro día...
—Puedes pedir que te devuelvan el dinero.
—¿Por qué quieres irte? —dijo Joseph mirándola con una simplicidad atenta. -¿No te gusta el pueblo?
—Lo adoro —dijo Marie, las mejillas bancas, sonriendo—. Es tan verde y hermoso...
—Bueno —dijo Joseph—, entonces pasaremos aquí otra noche. Te gustará. Está decidido.
Marie empezó a hablar.
—¿Sí? —preguntó Joseph.
—Nada.
Marie cerró la puerta del cuarto de baño. Buscó rápidamente el botiquín y echó agua en un vaso. Necesitaba tomar algo para el estómago. Joseph se acercó a la puerta.
—Oye, Marie, no te preocupan las momias, ¿no es cierto?
—Nooo.
—¿El funeral entonces?
—Nooo, nooo.
—Porque si tienes miedo realmente, hacemos en seguida las maletas, ¿eh, querida?
Joseph esperó.
—No, no tengo miedo.
—Bravo ——dijo Joseph.

Una pared de adobe rodeaba el cementerio, y en las cuatro esquinas unos angelitos se cernían desplegando unas alas de piedra, y en las cabezas torvas llevaban unas gorras de excrementos de pájaros, y en las manos tenían unos amuletos de la misma sustancia, y las caras eran indiscutiblemente pecosas. A la luz del sol, cálida y tersa, y que era como un no insondable, inmóvil, Joseph y Marie subieron por la loma, arrastrando unas sombras oblicuas y azules. Ayudándose, llegaron hasta la entrada del cementerio, tiraron de la puerta española de hierro azul, y entraron. Habían pasado unos pocos días desde la fiesta del Día de los Muertos, y unas cintas e hilachas de tela y cordones centelleantes colgaban como pelos de pesadilla de las estatuas de piedra, de los pulidos crucifijos labrados a mano, y de las tumbas que se alzaban sobre el suelo como marmóreas cajas de joyas. Había, estatuas en actitudes angélicas, de pie sobre montículos de grava, y unas piedras muy trabajadas, altas como hombres, que derramaban ángeles por los cuatro costados, y tumbas tan grandes y ridículas como camas puestas a secar al sol luego de algún accidente nocturno. Y en los cuatro muros del cementerio, metidos en bocas y nichos cuadrados, había ataúdes, detrás de planchas de mármol y yeso, y unos nombres grabados encima, y sobre los nombres colgaban unas grandes imágenes de latón, retratos baratos de los muertos tapiados. Pegados de cualquier modo a los distintos retratos había adminículos que los muertos habían amado en vida: talismanes de plata; cuerpos, piernas y brazos de plata; copas de plata, perros de plata, medallones religiosos de plata, trozos de crespón rojo y cintas azules. En algunos sitios unas láminas de latón mostraban a los muertos que subían al cielo en brazos de ángeles pintados al óleo. Mirando otra vez las tumbas, vieron los restos de la fiesta de la muerte. Las bolitas de sebo que las velas habían derramado sobre las piedras, los capullos marchitos de las orquídeas que yacían en las piedras lechosas como tarántulas aplastadas de color rojo purpúreo, algunas parecidas a órganos sexuales, fláccidos y marchitos. Había arcos de hojas de cactos, bambúes, cañas, ipomeas silvestres, muertas. Había también círculos de gardenias, y pimpollos secos de buganvillas. Todo el suelo del cementerio parecía un salón de baile luego de una danza frenética, que los participantes habían interrumpido de pronto. A un lado las mesas con confeti, cirios, cintas y sueños abandonados. Marie y Joseph se quedaron allí un rato, inmóviles, en el recinto caluroso y callado, entre las piedras y los cuatro muros. En un rincón lejano un hombrecito de pómulos altos, cara lechosa de ascendencia española, lentes gruesos, sombrero gris, pantalones arrugados y grises, y zapatos de lazo, se movía entre las piedras examinando el trabajo que otro hombre de mameluco hacía en una tumba, con una pala. El hombrecito de anteojos llevaba un periódico doblado bajo el brazo izquierdo y tenía las manos en los bolsillos.
¡Buenos días, señora, señor!—dijo cuando al fin vio a Joseph y Marie, y fue hacia ellos.
—¿Es éste el sitio donde están las momias? —preguntó Joseph—. Hay momias,¿no es cierto?
—Sí, las momias —dijo el hombre—. Las hay, y están aquí, en las catacumbas.
—Por favor —dijo Joseph—.Yo quiero ver las momias, ¿sí?
—Sí, señor.
—Mi español es mucho estúpido, es muy malo –se disculpó Joseph.
—No, no, señor. Habla usted bien. Por aquí, por favor. Los llevó entre las estatuas con flores hasta una sepultura escondida a la sombra de la pared. Era una tumba grande y chata, enrojecida por la grava, con una puerta
trampa de madera, suelta en los goznes. La puerta yacía apartada a un lado y se veía un agujero redondo y unos escalones que se hundían en la tierra. Antes que Joseph pudiera moverse Marie ya había puesto el pie en el primer escalón.
—Un momento —dijo Joseph—, yo primero.
—No, está bien —dijo Marie, y descendió por la espiral cada vez más oscura, hasta que al fin desapareció. Pisaba con cuidado, pues en los escalones apenas cabía el pie de un niño.
La oscuridad aumentaba gradualmente, y Marie oía detrás los pasos del guardián. La luz volvió de pronto. Habían llegado a un vestíbulo de paredes blancas a media docena de metros bajo el nivel del suelo, iluminado por unas pocas ventanas góticas que se abrían en el cielo raso abovedado. El vestíbulo tenía cincuenta metros de largo y terminaba a la izquierda en una puerta doble de vidrios rectangulares, y allí un letrero advertía: PROHIBIDA LA ENTRADA. En el extremo derecho del vestíbulo se amontonaban unos palos blancos y unas piedras redondas también blancas.
—Los soldados que lucharon por el padre Morelos —dijo el guardián.
Se acercaron. Los huesos estaban puestos ordenadamente unos sobre otros, y en la cima había un montón de mil calaveras secas.
—Las calaveras y los huesos no me impresionan —dijo Marie—. No tienen nada de humano. No me asustan. Son como cosas de insectos. Si un niño creciera sin saber que tiene un esqueleto, los huesos no significarían nada para él, ¿no es así? A mí me pasa lo mismo. Esto ha perdido todo lo humano. No se los reconoce y por eso mismo no son horribles. Para que algo sea horrible tiene que haber sufrido un cambio que uno pueda reconocer. No hay cambios aquí. Son todavía esqueletos, lo que fueron siempre. La parte que cambió ha desaparecido, y no queda ninguna señal. ¿No es interesante?
Joseph asintió con un movimiento de cabeza. Marie cobró ánimo.
—Bueno —dijo—, veamos las momias.—Aquí, señora —dijo el guardián.
Los llevó al otro extremo del vestíbulo y cuando Joseph le dio un peso abrió el candado que cerraba las puertas de vidrio y las abrió de par en par, y Marie e y Joseph descubrieron una sala todavía más grande, sombría, donde estaba la gente. La gente esperaba adentro en una larga fila bajo el techo abovedado. Había cincuenta y cinco apoyados en la pared de la derecha, y otros cincuenta y cinco apoyados en la pared de la izquierda, y cinco en la pared del fondo.
—¡Señor Interlocutor! —dijo Joseph, vivamente.
No parecían nada más que las estructuras preliminares de un escultor: el marco de alambre, los primeros tendones de arcilla, los músculos y una delgada laca de piel. Estaban sin terminar, los ciento quince.
Tenían el color del pergamino, y parecía que la piel había sido puesta a secar, extendida de hueso a hueso. Los cuerpos estaban intactos, y sólo habían perdido los humores acuosos.
—El clima —dijo el guardián—. Los preserva. Muy seco.
—¿Cuánto hace que están aquí? —preguntó Joseph.
—Algunos un año, otros cinco, señor, otros diez, O setenta.
Hubo un desconcierto horrorizado. Uno miraba al primer hombre de la derecha, colgado de la pared, sostenido con un alambre, y molestaba mirarlo, y entonces uno se volvía hacia la mujer de al lado, que no parecía una persona real, y luego hacia un hombre que era horrible, y luego hacia una mujer que estaba muy triste por haber muerto y encontrarse en un sitio semejante.
—¿Qué hacen aquí? —preguntó Joseph.
—Los parientes no pagan el alquiler de las tumbas.
—¿Hay un alquiler?
—Sí, señor.  Veinte pesos al año. O, para un enterramiento permanente, ciento setenta pesos. Pero nuestra gente es muy pobre, como usted debe de saber, y ciento setenta pesos es más de lo que muchos pueden ganar en un año. De modo que traen a sus muertos y los entierran por un año y pagan los veinte pesos, con la buena intención de seguir pagando todos los años, pero todos los años luego de ese primer año tienen que comprar un burro o hay una boca nueva que alimentar, o quizá tres nuevas bocas, y los muertos, después de todo, no tienen hambre, y los muertos, después de todo, no tiran de los arados; o hay una mujer nueva, o un techo que necesita un arreglo, y los muertos, recuerde usted, no se acuestan con un hombre y los muertos, como usted entiende, no tapan goteras, y por todo eso no pagan el alquiler de los muertos.
—¿Qué ocurre entonces? ¿Escuchas, Marie?
Marie contaba los cadáveres. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho.
—¿Qué? —preguntó en voz baja.
—¿Escuchas?
—Sí, creo que sí. ¡Oh, sí! Estoy escuchando. Ocho, nueve, diez, once, doce, trece.
—Bueno, entonces —dijo el hombrecito—, llamo a un trabajador al terminar el primer año y el hombre cava y cava. ¿Cuánto cree usted que cavamos, señor?
—Dos metros, es lo que se acostumbra.
—Ah, no. Ah, no. Se equivoca usted, señor. Como sabemos que al cumplirse el primer año es muy posible que no paguen el alquiler, enterramos a los más pobres a medio metro. Menos trabajo, ¿entiende usted? Por supuesto, todo depende de la familia dueña del cadáver. A algunos los enterramos a un metro, a otros a un metro y medio y a algunos a dos metros, de acuerdo con el dinero que tenga la familia, cuando es posible que no haya que sacarlo de la tumba un año después. Y permítame decirle, señor, cuando enterramos a un hombre a dos metros estamos muy seguros de que se quedará ahí. Nunca hemos desenterrado hasta ahora a un hombre que estaba a dos metros. Sí, sabemos cuánto dinero tiene la gente.
Veintiuno, veintidós, veintitrés. Los labios de Marie se movían en un leve susurro.
—Y los cuerpos desenterrados son puestos aquí contra la pared, junto con los otros compañeros.
—¿Los parientes saben que están aquí?
—Sí.
El hombrecito señaló con el dedo
—. Ése, ¿ve usted?, es nuevo. Está aquí desde no hace más de un año. Los padres saben que está aquí. Pero ¿tienen dinero? Ah, no.
—¿No es horrible para los padres?
—Nunca lo piensan —dijo el hombrecito, muy serio.
—¿Oíste eso, Marie?
—¿Qué?
—Treinta, treinta y uno, treinta y dos, treinta y tres, treinta y cuatro…
—.Sí. Nunca lo piensan.
—¿Y qué pasa si luego pagan el alquiler?
—Bueno —dijo el guardián—, lo enterramos otra vez por tantos años según sea la suma pagada.
—Parece un chantaje —dijo Joseph.
El hombrecito se encogió de hombros, con las manos en los bolsillos.
—Tenemos que vivir.
—Pero ustedes están seguros de que nadie pagará los ciento setenta pesos de una vez—dijo Joseph—. De ese modo les sacan veinte pesos, año tras año, quizá durante treinta años. Si no pagan, los amenazan con traer la
Mamacita o el niño a la catacumba.
—Tenemos que vivir —dijo el hombrecito.
Cincuenta y uno, cincuenta y dos, cincuenta y tres. Marie contó desde el centro del corredor largo; había muertos apoyados en todos los muros. Los muertos gritaban. Parecía como si hubiesen saltado, saliendo muy tiesos de las tumbas, apretándose con las manos los pechos encogidos, y gritaban ahora, y en las mandíbulas desencajadas asomaban las lenguas. Y así habían quedado para siempre. Todos tenían las bocas abiertas. Era un grito que no cesaba nunca. Estaban muertos y lo sabían. Las fibras resecas y los órganos consumidos lo sabían. Marie escuchó un rato los gritos. Dicen que los perros perciben sonidos que los humanos no oyen nunca, de muchos decibelios por encima de los sonidos normales.
Había muchos gritos en el corredor. Gritos que salían de unas bocas abiertas por el miedo, y de unas lenguas secas, gritos que nadie oía porque eran demasiado altos. Joseph se acercó a uno de los cuerpos en pie.
—Diga «ah» —dijo.
Sesenta y cinco, sesenta y seis, sesenta y siete, contó Marie, entre los gritos de los muertos.
—Aquí hay uno interesante —dijo el propietario.
Vieron una mujer con los brazos levantados, la boca abierta, los dientes intactos, el pelo desordenado y florecido, largo y brillante. Los ojos eran unos huevecitos celestes en el cráneo.
—Pasa a veces. Esta mujer es una cataléptica. Un día cae al suelo, pero no está muerta de veras, pues muy adentro el pequeño tambor del corazón golpea, tan débil que nadie lo oye. De modo que la enterraron en el cementerio en un hermoso cajón...
—¿No sabían que era cataléptica?
—Las hermanas lo sabían. Pero pensaron que esta vez había muerto al fin. Y en este pueblo caluroso los funerales son siempre breves.
—¿La enterraron pocas horas después?
—Sí, lo mismo. Todo esto, tal como la ven, no se habría sabido nunca si las hermanas no se hubieran negado a pagar la renta, un año más tarde. Necesitaban el dinero para otras cosas. De modo que cavamos con mucho cuidado y llevamos arriba el ataúd y sacamos la tapa y la pusimos a un lado y miramos...
Marie clavó los ojos. Esta mujer había despertado bajo la tierra. Había clavado las uñas en la tapa, había gritado, golpeando con los puños, y había muerto sofocada, en esta actitud con las manos sobre la cara jadeante, los ojos horrorizados, despeinada.
—Note, señor, la diferencia entre las manos de esta mujer y las de las otras —dijo el encargado—. Los dedos de los otros se apoyan pacíficamente en las caderas, tranquilos como rositas. ¿Los de esta mujer? Ah, crispados, retorcidos, como si golpearan queriendo levantar la tapa.
—¿No puede ser la causa el rigor mortis?
—Créame, señor, el rigor mortis no golpea tapas. El rigor mortis no grita de este modo, no se retuerce ni trata de arrancar clavos, señor, ni aparta tablas buscando aire. Todos los otros tienen la boca abierta, sí, porque no se les inyectó el fluido para embalsamarlos; gritan, pero es sólo un grito de los músculos. Esta señorita, en cambio, ha tenido una muerte horrible.
Marie caminó, arrastrando los pies, volviéndose primero a este lado, y luego al otro. Cuerpos desnudos. Las ropas se habían desvanecido mucho tiempo antes. Los pechos de la mujer gorda eran bollos de levadura reseca, abandonados en el polvo. Las ingles del hombre eran orquídeas sumidas y marchitas.
—El señor Mueca y el señor Bostezo —dijo Joseph
Apuntó la cámara a dos hombres que parecían estar conversando: las bocas en medio de una frase, las manos gesticulantes y duras, en una charla desaparecida hacía tiempo. Joseph disparó el obturador, movió la película, enfocó la cámara a otro cuerpo, disparó el obturador, movió la película, se volvió hacia otro cuerpo.
Ochenta y uno, ochenta y dos, ochenta y tres. Mandíbulas caídas, lenguas que asoman como lenguas de niños burlones, ojos de color castaño pálido en órbitas secas, cabellos encerados y endurecidos por la luz del sol, afilados como púas, clavados entre los labios, las mejillas, los párpados, la frente. Pequeñas barbas en los mentones y en los pechos y en los vientres. Carne como parches de tambor y manuscritos y masa de pan encrespada. Las mujeres, deformadas figuras de sebo, fundidas en la muerte, de cabellos disparatados, como nidos hechos, deshechos y rehechos. Los dientes, todos sanos, todos hermosos, todos perfectos, en las mandíbulas.
Ochenta y seis, ochenta y siete, ochenta y ocho. Los ojos de Marie se movieron rápidamente. A lo largo del corredor, revoloteando. Contando, apresurándose, no deteniéndose ¡nunca. ¡Adelante! ¡Rápido! ¡Noventa y uno, noventa y ¡dos, noventa y tres! Ahí un hombre, el estómago abierto como un árbol hueco donde se dejan las caritas de amor cuando uno tiene once años. Los ojos, de Marie entraron en el espacio abierto bajo las costillas. Marie espió. La espina dorsal, los huesos de la pelvis. El resto era tendones, pergamino, hueso, ojo, mandíbula barbada, oreja, nariz tapada. Y el ombligo carcomido, como el molde de un budín.
¡Noventa y siete, noventa y ocho! ¡Nombres, lugares, fechas, cosas!
—¡Esta mujer murió de parto!
Como una muñequita hambrienta, la niña nacida prematuramente colgaba de unos alambres en la cintura de la mujer.
—Éste era soldado. Todavía tiene parte del uniforme...
Los ojos de Marie tropezaron con la pared más lejana después de pasar de un horror a otro, adelantándose y retrocediendo, de cráneo a cráneo, saltando de costilla en costilla, mirando con hipnotizada fascinación los ijares paralizados, descarnados, inertes, los hombres transformados en mujeres por obra de la evaporación, las mujeres transformadas en cerdas de ubres crecidas. El terrible rebote de la visión, que aumentaba y aumentaba, tomando ímpetu de un pecho hinchado a una boca torcida, de muro a muro, de muro a muro, otra vez, otra vez, como una pelota arrojada en un juego, recogida por unos dientes increíbles, escupida en una corriente que cruzaba el corredor y alcanzada luego por unas garras, alojada entre unos pechos flacos, y todo el coro de pie cantando invisiblemente, y animando el juego, el juego disparatado de la vista que retrocedía, rebotaba, con repetido movimiento de lanzadera a lo largo de la procesión inconcebible, a través de una sucesión de horrores erectos que terminaba al fin y de una vez por todas cuando la visión chocaba en el extremo del corredor y todos daban un último grito. Marie se volvió y miró el otro extremo, donde los escalones subían en espiral a la luz del día. Qué talentosa era la muerte. Cuántas expresiones y movimientos de la mano, la cara, el cuerpo, que no se repetían nunca. Los muertos se alzaban como los tubos desnudos de un vasto órgano arruinado, de bocas frenéticas. Y ahora la mano de la locura descendía sobre todas las teclas a la vez, y el órgano emitía un grito interminable, por un centenar de gargantas.
Un clic de la cámara y Joseph enrolló la película. Un clic de la cámara y Joseph enrolló la película.
Moreno, Morelos, Cantino, Gómez, Gutiérrez, Villanosul, Ureta, Lincón,Navarro, Iturbe; Jorge, Filomena, Nena, Manuel, José, Tomás, Ramona. Este hombre caminaba y este hombre cantaba y este hombre tenía tres mujeres, y este hombre murió de esto, y aquél de aquello, y el tercero de otra cosa, y el cuarto fue fusilado, y el quinto fue apuñalado, y el sexto cayó muerto de pronto, y el séptimo se emborrachó hasta morir, y el octavo murió de amor, y el noveno se cayó del caballo, y el décimo tosió sangre, y el undécimo tuvo un ataque al corazón, y el duodécimo se reía mucho, y el decimotercero bailaba muy bien, y el decimocuarto era el más hermoso de todos; el decimoquinto tenía diez hijos y el decimosexto es uno de esos hijos lo mismo que el decimoséptimo; y el decimoctavo se llamaba Tomás y tocaba bien la guitarra; los tres siguientes segaban maíz en los campos y tenían tres amantes cada uno; el vigésimo segundo nunca fue amado, el vigésimo tercero vendía tortillas, y las preparaba él mismo delante del Teatro de la ópera en una estufa de carbón, y el vigésimo cuarto le pegaba a Su Mujer y ahora ella camina orgullosa por el pueblo y es feliz con otros hombres y aquí está el marido perplejo ante tanta injusticia, y el vigésimo quinto se bebió litros de agua de río y lo sacaron con una red, y el vigésimo sexto era un pensador y el notable cerebro duerme ahora en el cráneo como una ciruela pasa.
—Me gustaría sacarles una foto en colores a todos, y anotar los nombres y cómo murieron ——dijo Joseph—. Sería un libro asombroso e irónico. Cuanto más lo piensas, más te entusiasmas. Las biografías de cada uno, y luego la fotografía del cadáver de pie.
Joseph golpeó los pechos, levemente. Se oyó un sonido hueco, como si alguien hubiera golpeado una puerta. Marie se abrió paso entre gritos que colgaban alrededor como una red. Caminó con paso firme, por el centro del corredor, no lentamente, pero tampoco demasiado rápido, hacia la escalera de caracol, sin mirar a los lados. Clic. La cámara detrás de Marie.
—¿Tiene espacio para más? ——dijo Joseph.
—Sí, señor. Muchos más.
—Me gustaría ser el siguiente en la fila, el siguiente en la lista de usted.
—Ah, no, señor, nadie desea ser el siguiente.
—Usted no me vendería uno, ¿no?
—Oh, no, no, señor. Oh, no, no. Oh, no, señor.
—Le daré cincuenta pesos.
—Oh, no, señor, no, no,  señor.


En el mercado, lo que quedaba de los cráneos de caramelo, después de la Fiesta de la Muerte, era vendido en mesitas endebles. Unas mujeres envueltas en rebozos negros aguardaban en silencio, hablando a veces entre ellas, junto a los dulces esqueletos de azúcar, los cadáveres de sacarina y los cráneos de caramelo blanco. Cada uno de los cráneos tenía un nombre arriba, dibujado con azúcar dorada: José o Carmen o Ramón o Tina o Guillermo o Rosa. El precio era bajo. El Festival de la Muerte había concluido. Joseph pagó un peso y le dieron dos cráneos de caramelo. Marie esperaba en la calle angosta. Vio las calaveras de dulce, y a Joseph y las mujeres de oscuro que ponían las calaveras en un saquito de papel.
—No, de veras —dijo Marie.
—¿Por qué no?
—No en seguida.
—¿Hablas de las catacumbas?
Marie asintió.
—Pero éstos son buenos —dijo Joseph.
—Parecen venenosos.
—¿Sólo porque tienen forma de cráneos?
—No. El azúcar parece estropeada. No sabes quién los hizo. Quizá tienen el cólico.
—Mi querida Marie, todos en México tienen el cólico.
—Puedes comerte los dos —dijo Marie.
—Ay, pobre Yorick —dijo Joseph, buscando en el saco de papel. Caminaron entre edificios altos, de ventanas de marco amarillo y rejas de hierro rosado, y el aroma de los tamales llegaba a la calle, y se oía un sonido de fuentes ocultas que derramaban agua sobre unas losas Y de pájaros que se apiñaban y piaban en jaulas de bambú, y de alguien que tocaba Chopin en un piano.
—Chopin, aquí —dijo Joseph—. Qué raro y bueno. —Alzó los ojos—. Me gusta ese puente. Tenme esto.
Le alcanzó a Marie el saco de caramelos mientras tomaba la fotografía de un puente rojo que unía dos edificios blancos y de un hombre que cruzaba el puente con un sarape rojo al hombro
— Magnífico— dijo Joseph.
Marie caminaba mirando a Joseph, apartando un momento los ojos y mirándolo de nuevo, moviendo en silencio los labios, volviendo los ojos aquí y allá; y un músculo del cuello, bajo la barbilla, se le había endurecido como un alambre, y un nervio le palpitaba en la frente. Pasó el saco de caramelos de una mano a la otra. Subió a una acera, se inclinó hacia atrás de algún modo, hizo un ademán, dijo algo apropósito del equilibrio, y dejó caer el saco
.—¡En nombre de Dios! —Joseph recogió rápidamente el saco—. ¡Mira lo que has hecho! ¡Torpe!
—Me habría roto el tobillo ——dijo Marie—. Creo.
—Eran los cráneos mejores, y los dos hechos trizas. Quería guardarlos para los amigos.
—Lo siento —dijo Marie, vagamente.
—Pero ¡Cristo, oh, maldición! —Miró con mala cara dentro del saco—. No creo que encuentre otros tan buenos. Oh, no sé, ¡mejor no pensarlo!
Soplaba el viento y Joseph y Marie estaban solos en la calle; Joseph clavando los ojos en los pedazos de caramelo, Marie envuelta en las sombras, y el sol del otro lado de la calle, y nadie alrededor, y el mundo muy lejos, y ellos dos solos, a tres mil kilómetros de cualquier parte, en la calle de un pueblo falso donde no había nada detrás ni a los lados sino el desierto vacío y unos buitres que volaban en el cielo. Encima del Teatro de la ópera, a una manzana de distancia, las doradas estatuas griegas se alzaban a la luz del sol, y en una cervecería un fonógrafo atronaba el aire:
 Ay, marimba... Corazón...y muchas otras palabras extrañas que se iban en el viento. Joseph cerró el saco retorciéndolo y se lo metió furiosamente en el bolsillo. Caminaron de vuelta al almuerzo de las dos y media en el hotel.
Joseph se sentó a la mesa con Marie, sorbiendo de la cuchara una sopa de albóndigas, en silencio. En dos ocasiones Marie comentó animadamente los murales, y Joseph la miró un rato, sorbiendo. El paquete de cráneos rotos estaba sobre la mesa...Una mano morena retiró los platos de sopa, y puso una fuente de enchiladas.
Marie miró la fuente. Había dieciséis enchiladas. Marie tomó el cuchillo y el tenedor para servirse una enchilada, y se detuvo. Puso otra vez los cubiertos a los lados del plato. Echó una mirada a las paredes y luego a su marido y luego a las dieciséis enchiladas. Dieciséis. Una al lado de la otra. Una fila larga y apretada. Marie las contó. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis.
Joseph se sirvió una y empezó a comer. Seis, siete, ocho, nueve, diez, once. Marie dejó caer las manos en el regazo. Doce, trece, catorce, quince, dieciséis. Marie dejó de contar.
—No tengo hambre —dijo.
Joseph sé sirvió otra enchilada.
El relleno estaba envuelto en una hoja de tortilla de maíz. Era delgada, y Joseph la cortó y se la llevó a la boca, y Marie masticó mentalmente junto con Joseph, cerrando los ojos.
—¿Eh? —preguntó Joseph.
—Nada —dijo Marie.
Quedaban trece enchiladas, como paquetitos, como rollos de papel. Joseph comió cinco más.
—No me siento bien —dijo Marie.
—¿Por qué no comes?
—No. Joseph apartó el plato, y luego abrió el saquito y sacó uno de los cráneos rotos.
—No aquí —dijo Marie.
—¿Por qué no? —Y Joseph se llevó a la boca un terrón de azúcar, y se puso a masticar—. No está mal ——dijo, pensando en el gusto. Tomó otra sección del cráneo—. No está mal, de veras.
Marie miró el nombre en el cráneo que Joseph estaba comiendo. María leyó.
Era tremendo el modo como Marie ayudaba a empacar. Joseph había visto en el cine a esos hombres que saltan desde el trampolín a una piscina, y un momento más tarde saltan hacia atrás en una fantasía aérea y aparecen de nuevo sanos y salvos en el trampolín. Ahora, mientras miraba' los trajes y vestidos entraban volando en las cajas y maletas, los sombreros eran como pájaros que cruzaban el aire y eran apresados en sombrereras brillantes y redondas, los zapatos parecían correr por el piso como ratones y se metían de un salto en las cajas. Las tapas de las maletas cayeron ruidosamente, los broches se cerraron, las llaves giraron.
—¡Ya está! —gritó Marie—. ¡Todo empacado! Oh, Joe, te agradezco tanto que hayas cambiado de parecer.
Fue hacia la puerta.
—Eh, deja que te ayude —dijo Joseph.
—No son pesadas —dijo Marie.
—Pero nunca llevas las maletas. Nunca. Llamaré a un muchacho.
—Tonterías —dijo Marie, sin aliento. En el pasillo un muchacho tomó las maletas.
¡Señora, por favor!
 —¿No hemos olvidado nada? —Joseph miró debajo de las dos camas, salió al balcón y miró la plazoleta, entró, fue al cuarto de baño, miró en el armario y en la palangana.
 —Toma —dijo, apareciendo de nuevo y dándole algo a Marie—.Olvidabas el reloj de pulsera.
—¿Sí?- Marie se puso el reloj y salió del cuarto.
—No sé —dijo Joseph—. Se ha hecho tarde. No sé si debiéramos irnos ahora.
—Son sólo las tres y media —dijo Marie—. Las tres y media.
—No sé —dijo Joseph, indeciso.
Miró alrededor del cuarto, salió, cerró la puerta, y fue escaleras abajo sacudiendo las llaves. Marie ya estaba afuera en el coche, instalada, con el abrigo doblado en el regazo, y las manos enguantadas dobladas sobre el abrigo. Joseph salió, examinó el equipaje puesto en el maletero del coche, fue hasta la portezuela de adelante y golpeól a ventanilla. Marie le abrió.
—¡Bueno, allá vamos! —Marie gritó riendo, la cara rosada, los ojos encendidos. Se inclinaba hacia adelante, como si este movimiento pudiera llevar el coche, alegremente, loma abajo.— Gracias, querido, por permitirme que te devolviera el dinero del cuarto. Estoy segura de que estaremos mucho mejor en Guadalajara, esta noche. ¡Gracias!
—Sí —dijo Joseph. Puso la llave y apretó el acelerador. No pasó nada. Joseph pisó el acelerador de nuevo. Marie torció la boca.
—Necesita calentarse —dijo—. Hizo frío anoche.
Joseph probó otra vez.  Nada. Marie dejó caer las manos en el regazo. Joseph probó otras seis veces.
—Bueno —dijo, recostándose en el asiento.
—Prueba una vez más, y verás que arranca —dijo Marie.
—Es inútil —dijo Joseph—. Algo anda mal.
—Bueno, pero prueba una vez más. Joseph probó una vez más.
—Arrancará, estoy segura —dijo Marie—. ¿Está puesto el encendido?
—Está puesto el encendido —dijo Joseph—. Sí, está puesto.
—No parece —dijo Marie.
—Está. —Joseph mostró moviendo la llave.
—Bueno, prueba ahora —dijo Marie.
—Bueno —dijo Joseph, cuando no ocurrió nada—. Te lo dije.
—¡No lo hiciste bien, casi arrancó esta vez! —gritó Marie.
—Gastaré la batería, y Dios sabe dónde puedes comprar aquí una batería.
—Gástala entonces. ¡Estoy segura de que ahora funcionará!
—Bueno, si sabes tanto, prueba tú. —Joseph se deslizó fuera del coche y movió la mano indicándole a Marie que se sentara al volante—. ¡Vamos! Marie se mordió los labios y se instaló al volante. Movió las manos y el cuerpo como en una pequeña ceremonia mística, como si quisiera vencer la gravedad, la fricción y todas las leyes de la naturaleza. Golpeó el acelerador con el zapato de punta descubierta. El coche se quedó solemnemente quieto. Los labios apretados de Marie dejaron escapar un breve chillido. Apretó el acelerador a fondo sacudiendo el regulador, y un olor claro se elevó en el aire.
—Lo has ahogado —dijo Joseph—. Magnífico. Vuelve a tu sitio, ¿quieres?
Joseph consiguió tres muchachos para ayudarlo a empujar el coche loma abajo. Saltó al coche para guiarlo. El coche rodó rápidamente, saltando y traqueteando. La cara se le iluminó a Marie.
—¡Esto lo pondrá en marcha! —dijo.
Nada se puso en marcha. Se acercaron despacio a la estación de gasolina, al pie de la loma, saltando suavemente sobre el empedrado, y se detuvieron junto a los tanques. Marie se quedó en el coche, en silencio, y cerró la ventanilla, y cuando el empleado salió de la estación tuvo que dar la vuelta hasta el lado del marido. El mecánico alzó la cabeza del motor, miró a Joseph con el ceño fruncido, y los dos hablaron en español, en voz baja. Marie bajó la ventanilla y escuchó. Los dos hombres siguieron hablando.
—¿Qué dice? —preguntó Marie.
El mecánico moreno señalaba el motor. Joseph asentía.
—¿Qué ocurre? —quiso saber Marie. Joseph se volvió, enfurruñado.
—Espera un momento, ¿quieres? No puedo atender a los dos.
 El mecánico tomó a Joseph por el codo. Hablaron mucho.
—¿Qué dice ahora? —preguntó Marie.
—Dice... —comenzó a decir Joseph, y se interrumpió cuando el mexicano lo llevó hasta el motor y le pidió que se inclinara y mirara.
—¿Cuánto costará? —gritó Marie a las espaldas dobladas de los hombres.
El mecánico le habló a Joseph.
—Cincuenta pesos.
—¿Cuánto tiempo llevará?-- Joseph le preguntó al mecánico. El hombre se encogió de hombros y discutieron cinco minutos.
—¿Cuánto tiempo llevará? —repitió Marie.
La discusión continuó. El sol descendió en el cielo. Marie miró la luz sobre los árboles altos del cementerio. Las sombras subieron y subieron hasta que el valle se oscureció y sólo el cielo era claro, intacto y azul.
—Dos días, quizá tres —dijo Joseph, volviéndose a Marie.
—¡Dos días! ¿No puede arreglarlo a medias como para que lleguemos a la ciudad más próxima?
Joseph le preguntó al hombre. El hombre respondió. Joseph le dijo a su mujer:
—No, tiene que hacer todo el trabajo.
—Pero eso es una tontería, una tontería sin remedio, no tiene por qué arreglarlo del todo. Díselo, Joe, díselo. Que lo arregle ahora...
Ninguno de los dos hombres le prestó atención. Estaban hablando de nuevo, muy serios.
Esta vez todo fue muy lento. Joseph deshizo él mismo su maleta. Marie dejó la suya junto a la puerta.
—No necesito nada —dijo.
—Necesitas un camisón —dijo Joseph.
—Dormiré desnuda —dijo Marie.
—Bueno, no es culpa mía —dijo Joseph—. Ese coche maldito...
—Puedes ir allí abajo y ver cómo trabajan, más tarde —dijo Marie, sentándose en el borde de la, cama. Estaban en otro cuarto. Marie se había negado a que les dieran el mismo de antes. Dijo que no podía soportarlo. Quería un cuarto nuevo, y así parecería al menos que estaban en otro hotel de otra ciudad. De modo que éste era un cuarto nuevo, con vista a un callejón y las alcantarillas y no a la plaza y los árboles—. Tendrás que vigilar el trabajo, Joe. Si no lo haces, ¡sabes que tardarán semanas! —dijo Marie, y miró a Joseph—. Ya tendrías que estar allí, en vez de perder el tiempo dando vueltas.
—Iré —dijo Joseph.
—Espera, bajaré contigo. Quiero comprar algunas revistas.
—No encontrarás revistas norteamericanas en un pueblo como éste.
—Puedo mirar, ¿no puedo?
—Además no nos queda mucho dinero —dijo Joseph—. No quisiera telegrafiar al banco. Lleva un tiempo increíble y no vale la pena.
—Pero podré comprar mis revistas —dijo Marie.
—Quizás una o dos —dijo Joseph.
—Tantas como quiera —dijo Marie, terca, desde la cama.
—Por amor de Dios, tienes un millón de revistas en el coche, ¡Post, Colliers, Mercury, Atlantic Monthly, Barnaby, Superman! No has leído la mitad de los artículos.
—Pero no son revistas nuevas —dijo Marie—. No son nuevas. Ya las miré, y una vez que miras algo ya no...
—Trata de leerlas en vez de mirarlas —dijo Joseph. Bajaron las escaleras y en la plaza ya era de noche.
—Dame unos pocos pesos —dijo Marie, y Joseph se los dio—. Enséñame apedir revistas en español.
Quiero una publicación americana —dijo Joseph caminando rápidamente. Marie repitió la frase, tropezando, y se rió.
—Gracias.
Joseph fue adelante hacia el taller mecánico, y Marie se quedó en la primera
botica  y todas las revistas que había allí eran de colores raros y de nombres raros. Leyó los títulos con rápidos movimientos de los ojos y miró al viejo detrás del mostrador.
—¿Tiene revistas americanas? —preguntó en inglés, no atreviéndose a hablaren español. El viejo se quedó mirándola.
—¿ Habla inglés? —preguntó Marie.
 No, señorita.
Marie trató de recordar las palabras exactas.
—Quiero... ¡No! —Se detuvo.
Empezó de nuevo— ¿Americano.., este....ma—gaziii—nas?
—¡Oh, no, señorita!
Marie abrió las manos a los lados de la cintura, y las cerró, como bocas. Abrió y cerró la boca. Tenía un velo delante de los ojos. Aquí estaba ella y aquí esta gente menuda de adobe quemado, a quienes no les podía decir nada, y que no decían ninguna palabra que ella entendiese, y ella estaba en un pueblo de gente que no le decía nada a ella y ella tampoco les decía nada excepto de un modo confuso y perplejo. Y todo alrededor del pueblo había desierto y tiempo, y el hogar estaba lejos, lejos en otra vida. Marie dio media vuelta y escapó. Fue de una tienda a otra y no encontró ninguna revista excepto las que exhibían en las portadas sangrientas corridas de toros o gente asesinada o sacerdotes cubiertos de encajes. Pero al fin encontró tres, ejemplares deteriorados del Post y los compró entre exclamaciones de entusiasmo y risas y le dio al vendedor de la tiendecita una buena propina. Salió apresuradamente llevando los Post apretados contra el pecho y caminó de prisa por la acera estrecha y saltó a la calle y corrió cantando la—la—la, y se, subió ala otra acera, bailando, sonrió interiormente, y se movió con rapidez, apretando más las revistas, con los ojos entornados, respirando el aire de carbón del atardecer, sintiendo el viento húmedo en las orejas. Las estrellas titilaban en un núcleo dorado sobre las figuras griegas posadas en el techo del Teatro de la ópera. Un hombre pasó en la oscuridad, bamboleándose, llevando un canasto en la cabeza. En el canasto había unas hogazas de pan. Marie vio al hombre y el canasto en equilibrio y de pronto no se movió, y la sonrisa se le borró adentro, y las manos ya no apretaron las revistas. Miró al hombre que de cuando en cuando alzaba serenamente la mano al canasto, para mantenerlo en equilibrio, y que al fin desapareció en la calle mientras las revistas se le caían a ella de las manos y se esparcían por la acera. Las recogió precipitadamente, corrió al hotel y casi se cayó mientras subía las escaleras.
Marie se sentó en el cuarto. Había apilado las revistas a los lados, y en el piso en un círculo. Se había edificado un pequeño castillo con defensas de palabras y se había metido dentro. Alrededor estaban las revistas que ella había comprado y leído. Y leído en otros días, y ésta era la muralla exterior, y de este lado de la muralla, sobre el regazo, todavía sin abrir, estaban los tres números estropeados del Post, pero no se atrevía a hojearlos y leerlos y leerlos y leerlos con ojos codiciosos, y le temblaban las manos. Abrió al fin la primera página. Hojearía las revistas muy lentamente, leyendo línea por línea, decidió. No se saltearía una frase, no olvidaría ni una coma, y clavaría los ojos en los anuncios más pequeños y en los dibujos. Y —sonrió al recordarlo— en esas otras revistas que estaban en el suelo había todavía anuncios y dibujos cómicos que había dejado a un lado, pequeños bocados que ella podría buscar y utilizar más tarde. Leería el primer Post esta noche, sí, esta noche el primer delicioso Post. Devoraría la revista página tras página ahora y en la noche siguiente, si había una noche siguiente, pero quizá no hubiese noche siguiente allí, quizás el motor empezara a funcionar y habría un olor de gases quemados y el zumbido de los neumáticos en el camino y el viento entraría por la ventanilla moviéndole el pelo como un gallardete, pero.... pero quizás hubiese una noche siguiente allí, en ese cuarto. Bueno, ahí estarían entonces los otros Post, uno para la noche siguiente, y el segundo para la segunda noche. Qué fácil todo, se dijo. Volvió la primera página. Volvió la segunda página. La miró de arriba abajo y de abajo arriba, y unos dedos que ella no conocía se deslizaron bajo la página siguiente y la levantaron preparándose para darla vuelta, y las manecillas se movían en el reloj de pulsera, y el tiempo pasó y ella, volvió las páginas, volvió las páginas, mirando ávidamente la gente enmarcada en fotografías, gente que vivía en otra tierra y otro mundo donde las luces de neón no permitían la invasión de la noche, un mundo de bares rosados donde los olores eran olores hogareños y la gente decía palabras hermosas y amables, y aquí estaba ella, volviendo las páginas, y todas las líneas se movían a un lado y hacia abajo, y las páginas pasaban bajo las manos, en abanico. Arrojó al suelo el primer Post, tomó el segundo y lo hojeó en media hora, lo dejó también, tomó el tercero y lo dejó quince minutos después, respirando rápidamente, rápidamente, aspirando aire con el cuerpo y echándolo por la boca. Se llevó la mano a la nuca. En alguna parte soplaba una brisa leve. El vello se le erizó lentamente a lo largo de la nuca. Lo tocó con una mano pálida como se toca la pelusa de una flor de diente de león. Afuera, en la plaza, las luces oscilaban como linternas enloquecidas al viento. Unos papeles corrían por la calle como manadas de ovejas. Unas sombras se dibujaban y borraban bajo las lámparas, ahora en este lado, ahora en aquél, aquí un asombra un instante, aquí una sombra en seguida, ahora ninguna sombra, luz fría en todas partes, ahora ninguna luz, luego sólo una luz fría negra y azul. Las lámparas crujían en los ganchos de metal.
Las manos le temblaban a Marie. Miró cómo le temblaban. Le tembló el cuerpo. Bajo los colores brillantes de la falda más brillante que había podido encontrar, y en la que se había metido y acomodado delante del espejo del tamaño de un ataúd, bajo la falda de rayón el cuerpo era todo alambres y tendones y excitación. Marie apretó las mandíbulas. Le rechinaron los dientes. Un labio aplastó otro labio, y la pintura se extendió en una mancha.
Joseph golpeó la puerta. Estaban listos para acostarse. Joseph había vuelto con la noticia de que algo le habían hecho al coche y que tardaría en arreglarlo. Iría a ver mañana.
—Pero no golpees la puerta —dijo Marie, desnudándose delante del espejo.
—Déjala sin llave entonces —dijo Joseph.
—Quiero dejarla cerrada. Pero no golpees. Llama.
—¿Qué tiene de malo golpear?
—Suena raro —dijo Marie.
—¿Qué quieres decir?
Marie no replicó. Estaba mirándose en el espejo desnuda, con las manos a los costados, y ahí en el espejo estaban los pechos y las caderas y el cuerpo todo, y el cuerpo se movía, y sentía el piso debajo y las paredes y el aire alrededor, y los pechos sentirían unas manos si unas manos los tocaban, y si le tocaban el vientre no se oiría un sonido hueco.
—Por favor —dijo Joseph—, no te quedes ahí admirándote.--Joseph estaba en la cama—. ¿Qué haces? —dijo—. ¿No dejarás de pasarte las manos por la cara?
Apagó las luces. Marie no podía hablarle a Joseph pues no conocía ninguna palabra que él conociera, y Joseph no decía nada que ella pudiera entender, y Marie se fue entonces a la cama y se acostó y Joseph se quedó quieto dándole la espalda y era como uno de esos hombres morenos de este pueblo lejano como la luna, y la tierra real estaba en alguna otra parte a la que no podía llegarse sino por una escalera de estrellas. Si hablaran esta noche, por lo menos, qué buena sería la noche, y qué fácil sería respirar y cómo le fluiría la sangre fácilmente por las venas de los tobillos y las muñecas y los brazos, pero no hablaban y la noche era diez mil tictacs y diez mil retorcimientos de las mantas, y la almohada parecía una estufita blanca bajo las mejillas, y la oscuridad del cuarto era un mosquito que tejía una red en el aire y que en alguna vuelta la envolvía a ella. Si se dijeran una palabra, una sola palabra... Pero no había palabras, y las venas no se distendían en las muñecas y el corazón soplaba como un fuelle sobre un brasero de miedo, animando el fuego con una luz de cereza, una vez y otra vez, un latido, y otra vez, una luz de adentro que los ojos interiores de Marie miraban con una fascinación involuntaria. Los pulmones no descansaban, y bajaban y subían como si ella hubiese estado mucho tiempo, debajo del agua y ahora se hiciese a si misma la respiración artificial, tratando de mantenerse con vida. Mientras, la transpiración lubricaba todas estas funciones, y Marie se encontró pegada a las mantas pesadas, como algo apretado, aplastado, fragante y húmedo entre las páginas blancas de un libro pesado. Y estando así acostada, regresaba de nuevo a la infancia, en las largas horas de medianoche. Ahora, y otra vez, el corazón le golpeaba el pecho como un tamboril histérico. Luego, serenamente, los pensamientos lentos y tristes de la infancia bronceada, cuando todo era sol sobre árboles verdes y sol sobre agua y sol sobre los cabellos rubios de una niña. Unas caras pasaban en los tiovivos de la memoria; una cara corría hacia ella, la enfrentaba, y se iba por la derecha; otra venía girando desde la izquierda, era un fragmento de conversación perdida, y desaparecía a la derecha. Alrededor y dando vueltas. Oh la noche era muy larga. Marie se consoló pensando en el coche en marcha, al día siguiente, el sonido del motor, aumentando, y el camino bajo las ruedas, y sonrió complacida en la oscuridad. Pero era posible que el coche no estuviera todavía arreglado. Se acurrucó en la sombra, como un papel que arde y se retuerce. Todos los pliegues y ángulos del cuerpo se le apretaron a Marie y tic—tic—tic marchó el reloj de pulsera, tic—tic—tic, y otro tic para que ella se marchitara todavía más...La mañana. Marie miró a su marido, que descansaba suelto y estirado. Dejó caer una mano perezosa en el espacio fresco que separaba las camas. La mano de Marie había colgado así toda la noche en ese vacío. En una ocasión había extendido la mano hacia Joseph, pero el espacio era demasiado largo. Había recogido prontamente la mano, esperando que Joseph no hubiera notado ese movimiento silencioso. Ahí estaba acostado ahora. Los ojos serenamente cerrados, las pestañas entrelazadas como dedos. Respiraba con tanta facilidad que el movimiento de las costillas era casi imperceptible. Como de costumbre a esta hora de la mañana, se había sacado la ropa de dormir y mostraba el pecho desnudo. El resto estaba cubierto por las sábanas. La cabeza descansaba en la almohada: un perfil pensativo. Una barba asomaba en la barbilla. La luz de la mañana mostró el blanco de los ojos de Marie. No había otras luces que se movieran en el cuarto, lentas, recorriendo la anatomía del hombre que estaba acostado enfrente. Los pelos eran claramente visibles en la mejilla y el mentón del hombre. Un rayo de sol tocaba cada uno de los pelos de la barbilla, distintos como las púas del cilindro de una caja de música. En las muñecas, caídas a los lados del hombre, había unos ricitos negros, todos perfectos, todos nítidos y brillantes. El pelo de la cabeza estaba intacto, hebra por hebra, hasta las raíces. El dibujo de las orejas era hermoso. Los dientes lucían intactos detrás de los labios.
—¡Joseph! —gritó Marie—. ¡Joseph! —gritó de nuevo, sacudida por el terror.¡Barril ¡Bam! Bam! Un trueno de campanas a través de la calle, desde la catedral de losas.
Las palomas subieron en un torbellino de papel blanco y pasaron como una bandada de revistas delante de la ventana. Las palomas dieron una vuelta en espiral sobre la plaza. ¡Bam! Otra vez las campanas. ¡La bocina de un coche! Lejos, en el extremo de la calle, una caja de música tocaba Cielito lindo. Todos los sonidos se apagaron convirtiéndose en el sonido de un grifo que goteaba en el baño. Joseph abrió los ojos. Marie, sentada en la cama, lo miraba fijamente
.—Pensé... —dijo Joseph. Parpadeó—. No. —Cerró los ojos y meneó lacabeza—. Sólo las campanas. —Un suspiro—. ¿Qué hora es?
—No sé. Sí. Las ocho.
—Dios mío —murmuró Joseph, volviéndose—. Podemos dormir tres horas más.
—¡Tienes que levantarte! —gritó Marie.
—Nadie se levanta a esta hora. El mecánico no empezará a trabajar antes de las diez, ya lo sabes, no puedes pedirle a esta gente que se dé prisa. Quédate tranquila
.—Pero tienes que levantarte —dijo Marie.
Joseph dio media vuelta. Los pelos negros del bigote eran ahora de color broncea la luz del sol.
—¿Por qué? ¿Por qué, en nombre de Dios, tengo que levantarme?
—¡Necesitas afeitarte! —chilló casi Marie.
Joseph gimió.
—De modo que tengo que levantarme y enjabonarme a las ocho de la mañana sólo para afeitarme.
—Bueno, lo necesitas.
—No me afeitaré de nuevo hasta que lleguemos a Texas.
—¡No puedes ir por ahí pareciendo un vagabundo!
—Puedo y lo haré. Durante treinta condenados años me afeité y me puse una corbata y unos pantalones recién planchados todas las mañanas. De ahora en adelante nada de pantalones planchados, nada de corbatas, nada de afeitadas, nada de nada.
Se echó las mantas sobre la cabeza tan bruscamente que descubrió una pierna desnuda. La pierna colgaba del borde de la cama, y la piel era de un color blanco cálido ala luz del sol, y los pelos negros... perfectos. Marie entornó los ojos, los enfocó, los clavó en los pelos y se llevó una mano a la boca.

Joseph se pasó el día yendo y viniendo del taller al hotel. No se afeitó. Caminó por la plaza de baldosas. Caminaba tan lentamente que Marie tuvo ganas de lanzarle un rayo desde la ventana. Joseph se detuvo y le habló al administrador del hotel, bajo un árbol de copa cilíndrica, moviendo los pies sobre las losas celestes. Miró los pájaros en los árboles y vio cómo las estatuas de la ópera se habían vestido con el dorado de la mañana, y se detuvo en la esquina, observando el tránsito. ¡No había tránsito! Se había detenido allí a propósito, tomándose tiempo, sin volverse hacia Marie. ¿Por qué no corría, no saltaba calle abajo, loma abajo hasta el taller, y no golpeaba allí las puertas, amenazando a los mecánicos, tomándolos por los, pantalones, metiéndolos de cabeza en el motor del coche? En cambio se quedaba allí mirando pasar el tránsito ridículo. Un cerdo que cojeaba, un hombre en bicicleta, un Ford de 1927 y tres niños apenas vestidos. De prisa, de prisa, gritaba Marie en silencio, y casi rompió la ventana. Joseph fue de un lado a otro por la calle. Dobló la esquina. Fue hacia el taller, pero deteniéndose en todos los escaparates, leyendo los anuncios, mirando cuadros, tocando cerámica. Quizá se detendría a tomar una cerveza. Dios, sí, una cerveza. Marie bajó a la plaza, tomó sol, buscó más revistas. Se arregló las uñas, las barnizó, se dio un baño bajó otra vez a la plaza, comió muy poco y regresó al, cuarto a alimentarse de revistas. No se recostó. Tenía miedo. Cada vez que caía en un entresueño la infancia sele revelaba otra vez con una melancolía irremediable. Recordaba entonces a viejos amigos, niños que no había visto o en los que no, había pensado durante veinte años. Y se le ocurrían cosas que quería hacer y que nunca había hecho. Había pensado llamar a Lila Holdridge durante los últimos ocho años, desde el día en que dejaron la universidad, pero lo había postergado siempre por alguna razón. ¡Qué amigas habían sido! ¡Querida Lila! Acostada, Marie pensaba en todos los libros, los buenos libros de ahora y de antes, que había deseado comprar y que quizá ya no compraría nunca, ni leería nunca. Cómo le gustaban los libros y el olor de los libros. Se le ocurrían miles de cosas tristes. Había querido tener los libros de Oz toda la vida, y sin embargo nunca los había comprado. ¿Por qué? ¡Lo primero que haría cuando llegase a Nueva York sería comprar esos libros! ¡Y llamaría a Lila inmediatamente! Y vería a Bert y Jimmy y Helen y Louis, y volvería a Illinois y pasearla por los sitios de la infancia y verla las cosas que había que ver. Si regresaba a Estados Unidos.
El corazón le latía dolorosamente, se detenía un momento, aguardaba, y latía de nuevo. Si regresaba alguna vez. Se escuchó un rato el corazón, críticamente. Un golpe y un golpe y un golpe. Una pausa. Un golpe y un golpe y un golpe. Una pausa. ¿Y si se detenía mientras ella estaba escuchando? ¡Ahora ! Silencio adentro.
—¡Joseph!
Marie dio un salto. Se tomó los pechos como si quisiera exprimirlos, bombear el corazón silencioso, ¡para que marchara de nuevo! El corazón se abrió en ella, se cerró, se sacudió corno una matraca y latió  nerviosamente, ¡veinte rápidas veces!
Marie se derrumbó sobre la cama. ¿Y si se detenía de nuevo y no empezaba a latir? ¿Qué pensaría ella? ¿Qué haría entonces? Se moriría de miedo, por supuesto. Una broma, realmente graciosa. Te mueres de miedo si notas que el corazón se te para. Tenía que prestar atención y no permitir que los latidos se interrumpieran. Quería volver a su casa y ver a Lila y comprar libros y bailar de nuevo y pasear por Central Park y... escucha...Un golpe y un golpe y un golpe. Una pausa. Joseph llamó a la puerta. Joseph llamó a la puerta y no habían reparado el coche y estarían allí una noche más, y Joseph no se afeitaría y los pelos eran largos y nítidos en el mentón, y las tiendas de revistas estaban cerradas y allí no había más revistas, y cenaron, y ella muy poco, y Joseph salió de noche a caminar por el pueblo. Marie se sentó de nuevo en la silla y de cuando en cuando sentía que se le erizaba el vello en la nuca como si le pasaran un imán. Estaba muy débil y no se podía mover de la silla, y no tenía cuerpo. Era sólo un latido un pulso largo de calor y dolor entre las cuatro paredes del cuarto. Los ojos calenturientos parecían embarazados de terror, hinchados detrás de las pestañas tiesas. Muy adentro, Marie sintió que un dientecito de la rueda se salía de su sitio. Otra noche, otra noche, otra noche, pensó. Y ésta será más larga que la anterior. El primer dientecito se salió de su sitio, el péndulo falló una vez. Luego un segundo diente, y un tercero, todo engranados: uno pequeño con uno mayor, el mayo con uno un poco mayor, éste un poco mayor con un grande, el grande con uno enorme, el enorme conuno inmenso, el inmenso con uno titánico...Un ganglio rojo, no más grande que una hebra escarlata, claqueó estremeciéndose; un nervio, no más grande que una fibra de hilo rojo, se retorció. Un mecánico minúsculo desapareció de pronto allá dentro y toda la máquina, desequilibrada, iba a caerse poco a poco en pedazos. Marie no luchó. Se abandonó al temblor y al miedo y a la transpiración de la frente y a las sacudidas de la espina dorsal y al vino horrible que le llenaba la boca. Sentía dentro de ella un giroscopio roto que oscilaba, ya para este lado ya para aquél, y tropezaba y se sacudía y rechinaba. El color le cayó de la cara como una luz que deja una lámpara eléctrica, cuando las mejillas de cristal del bulbo muestran las venas y filamentos incoloros...
Joseph estaba en el cuarto, pero ella ni siquiera lo oía. Joseph estaba ahora en el cuarto, pero era lo mismo, nada había cambiado. Estaba preparándose para acostarse, en silencio, y Marie no habló y se dejó caer en la cama mientras Joseph iba de un lado a otro moviéndose más allá en un espacio de humo, y en una ocasión le habló a Marie y ella no contestó. Cada cinco minutos Marie miraba el reloj de pulsera, y el reloj se sacudía y el tiempo se sacudía y los cinco dedos parecían quince, que luego dejaban de moverse y eran otra vez cinco. Las sacudidas no cesaban. Sintió sed. Se volvió una y otra vez en la cama. El viento soplaba afuera levantando las lámparas y derramando cascadas del uz que golpeaban los edificios de costado, y las ventanas resplandecían brevemente como ojos abiertos que se cerraban en seguida cuando la luz caía en otro sitio. En la planta baja todo era silencio luego de la cena. Joseph le alcanzó un vaso de agua.
—Tengo frío, Joseph —dijo Marie envuelta en mantas.
—Estás bien —dijo Joseph.
—No, no, no estoy bien. Tengo miedo.
—No hay nada de que tener miedo.
—Quiero que tomemos el tren y nos vayamos a Estados Unidos.
—Hay un tren en León, pero no aquí —dijo Joseph encendiendo otro cigarrillo.
—Vayamos a León en coche.
—¿En estos taxis, con estos conductores, dejando aquí el coche?
—Sí, quiero ir.
—Estarás bien a la mañana.
—Sé que no. Estoy enferma.
—Nos costaría cientos de dólares embarcar el coche de vuelta.
—No importa. Tengo doscientos dólares en el banco. Pagaré yo. Por favor, vayamos a casa.
—Cuando mañana brille el sol te sentirás bien; es,,, que el sol se ha ido.
—Sí, el sol se ha ido y sopla el viento —murmuró Marie, cerrando los ojos, volviendo la cabeza, escuchando. Oh, qué viento solitario. México es un país raro. Todo selvas y desiertos y extensiones solitarias y aquí y allí un pueblo pequeño como éste, con unas pocas luces encendidas que puedes apagar con un castañeteo de los dedos...Es un país grande y hermoso.
—¿No se siente nunca sola esta gente?
—Están acostumbrados.
—¿No viven asustados entonces?
—Tienen una religión para eso.
—Me gustaría tener una religión.
—Cuando tienes una religión dejas de pensar —dijo Joseph—. Crees demasiado en una cosa y no te quedará sitio para nuevas ideas.
—Esta noche —dijo Marie débilmente— nada me, gustaría más que no tener sitio para nuevas ideas, dejar de pensar, creer tanto en una cosa que no me quede tiempo para tener miedo.
—Tú no tienes miedo —dijo Joseph.
—Una religión —dijo Marie, sin prestarle atención— me serviría como una palanca para levantarme a mí misma. Pero no la tengo y no sé cómo levantarme.
—Oh, por Dios —murmuró Joseph entre dientes, sentándose.
—En otro tiempo tuve una religión.
—Baptista.
—No, eso fue cuando tenía doce años. Quiero decir más tarde.
—Nunca me lo contaste.
—Tendrías que saberlo —dijo Marie.
—¿Qué religión? ¿Santos de yeso en la sacristía? ¿Algún santo especial a quien le rezabas tu rosario?
—Sí.—
¿Y contestaba él a tus plegarias?
—Durante un tiempo sí. Más tarde no, nunca. Nunca más. No desde hace años. Pero sigo rezando
.—¿Qué santo es ése?
—San José.
—San José. —Joseph se incorporó y se sirvió un vaso de agua de la jarra, y el sonido del agua fue como un sonido solitario en la habitación—. Mi nombre.—Una coincidencia. Los dos se miraron un rato. Joseph apartó al fin los ojos.
—Santos de yeso —dijo, bebiéndose el agua.
Al cabo de un rato Marie dijo:
—¿Joseph?
—¿Sí? —dijo Joseph.
—Ven y dame la mano, ¿quieres?
—Mujeres... —suspiró Joseph. Se acercó y tomó la mano de Marie. Un minuto después Marie retiró la mano y la escondió bajo la manta, dejando fuera la mano de Joseph. Cerró los ojos y murmuró temblando:
—No importa, Es tan hermoso como lo imagino. Es realmente hermoso el modo como puedo tener tu mano en mi mente.
—Dios —dijo Joseph y fue al cuarto de baño.
Marie apagó la luz. Sólo se veía la línea clara bajo la puerta del cuarto de baño. Se escuchó el corazón. Latía ciento cincuenta veces por minuto, regularmente, y ella tenía aún en la médula aquel pequeño y rechinante temblor, como si todos los huesos del cuerpo encerraran un moscardón azul, que revoloteaba, zumbaba, se estremecía adentro, muy adentro. Marie volvía los ojos hacia sí misma, observando el corazón oculto que golpeaba haciéndose pedazos contra las paredes del pecho. El agua corría en el cuarto de baño. Marie oyó que Joseph se lavaba los dientes.
—¡Joseph!
—Sí —dijo Joseph detrás de la puerta cerrada.
—Ven aquí.
—¿Qué quieres?
—Quiero que me prometas algo, por favor, oh, por favor.
—¿Qué cosa?
—Primero abre la puerta.
—¿De qué se trata? —preguntó Joseph detrás de la puerta.
—Prométeme —dijo Marie, y calló
.—Pero ¿qué?
—Prométeme —dijo Marie, y no pudo seguir. Continuó acostada en silencio. No dijo nada. Oía ahora el reloj y el corazón, que latían juntos. Afuera crujió una lámpara—. Prométeme que si algo... ocurre —se oyó decir, ahogada y paralizada, como si estuviera en una de las lomas vecinas, hablándole a Joseph desde muy lejos—, si algo me ocurre, no me dejarás enterrada aquí en el cementerio ¡junto a esas horribles catacumbas!
—No seas tonta —dijo Joseph desde el cuarto de baño.
—¿Me lo prometes? —dijo Marie, con los ojos muy abiertos en la oscuridad.
—Nunca oí nada más tonto.
—¿Me lo prometes, por favor, me lo prometes?
—Estarás bien a la mañana ——dijo Joseph.
—Prométemelo, así podré dormir. Sólo me dormiré si me prometes que no me pondrás allí. No quiero que me pongas allí.
—Qué barbaridad —dijo Joseph, perdiendo la paciencia.
—Por favor —dijo Maríe.
—¿Por qué he de prometerte algo tan ridículo? —dijo Joseph—. Estarás espléndida mañana. Además, si te mueres, lucirás muy hermosa en la catacumba, de pie entre el señor Mueca y el señor Bostezo, con una rama florecida en el pelo.Y Joseph rió sinceramente. Silencio. Marie yacía allí en la oscuridad.,
—¿No piensas que estarás muy hermosa? —preguntó Joseph, riendo aún, detrás de la puerta. Marie no dijo nada en el cuarto en sombras. Alguien cruzó la plaza abajo, levemente, alejándose.
—¿Eh? —preguntó Joseph cepillándose los dientes. Marie yacía con los ojos clavados en el techo, y el pecho le subía y le caía, más y más rápido, y el aire entraba y salía y un hilito de sangre se le escurría entre los labios apretados. Tenía los ojos muy abiertos y las manos apretaban ciegamente las coberturas.
—¿Eh? —dijo Joseph de nuevo del otro lado de la puerta.
Marie no contestó.
—Por supuesto —se dijo Joseph—. Hermosa como el demonio —murmuró mientras el agua caía ruidosamente en el lavatorio. Se enjuagó la boca—.
Por supuesto. Ninguna respuesta de Marie.
—Las mujeres son divertidas —se dijo mirándose en el espejo. Marie yacía en la cama.—Por supuesto ——dijo Joseph. Hizo unas gárgaras con algún antiséptico y escupió en el lavatorio—. Estarás bien mañana.
 Ninguna respuesta.
—Pronto arreglarán el coche.
Marie no dijo nada.
—La mañana llegará antes de que te des cuenta. —Joseph abría ahora unos frascos, poniéndose lociones en la cara—. Y quizá nos den el coche mañana, o a más tardar pasado mañana. No te importará pasar otra noche aquí, ¿no es cierto?
Marie no respondió.
—¿No? —preguntó Joseph. Silencio. La luz parpadeó y se apagó bajo la puerta del cuarto de baño.
—¿Marie? --Joseph abrió la puerta.
—¿Dormida?
Marie yacía con los ojos abiertos, y los pechos le subían y bajaban.
—Dormida —dijo Joseph—. En fin, buenas noches, señora. Se subió a su cama.
—Cansado —dijo.
Silencio.
—Cansado —dijo Joseph.
Afuera el viento sacudía las luces; el cuarto era oblongo y negro, y Joseph ya estaba acostado, dormitando. Marie yacía con los ojos abiertos, y el reloj de pulsera en la muñeca, y los pechos le subían y bajaban.

Era un día hermoso en el Trópico de Cáncer. El automóvil marchaba a lo largo de las vueltas de la carretera, abandonando el país de selvas, encaminándose a Estados Unidos, rugiendo entre las lomas verdes, tomando rápidamente todas las curvas, dejando atrás una débil estela de humo que se desvanecía en seguida. Y dentro del automóvil brillante iba Joseph, con una cara sonrosada y saludable y sombrero de Panamá, y una pequeña cámara fotográfica en el regazo; en la manga del brazo izquierdo llevaba cinta de seda negra, sujeta con alfileres. Miró la campiña que se deslizaba junto al coche, e hizo un ademán distraído hacia el asiento de al lado, y se detuvo. Sonrió tímidamente y se volvió una vez más hacia la ventanilla, entonando una melodía desafinada, y extendió lentamente la mano derecha y tocó el asiento de al lado, que estaba vacío.

FIN







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