Un día, cuando el diligente y apuesto
camarero François se inclinó sobre el hombro de la bella condesa polaca
Ostrovska, sucedió algo extraño. Sólo duró un segundo y no fue un
estremecimiento o un sobresalto, un temblor o una emoción. Y, sin embargo, fue
uno de esos segundos que abarcan miles de horas y de días llenos de júbilo y
tormento, como el vigor vehemente de los grandes y fragorosos robles con todas
sus ramas que se mecen y sus copas que se inclinan, está contenido en un solo
granito de semilla. En ese segundo no sucedió nada visible. François, el dúctil
camarero del gran hotel de la Riviera se inclinó aún más, para presentar con
mayor comodidad la fuente al cuchillo indeciso de la condesa. Pero su rostro
descansó ese momento a pocos centímetros de las ondas dulcemente rizadas y
perfumadas de su cabeza, y, cuando instintivamente alzó la mirada devota, sus
ojos turbados vieron la suave y luminosa línea blanca con la que su cuello
surgía de esa marea oscura y se perdía en el vestido rojo oscuro abullonado.
Una llamarada color púrpura lo invadió. Y el cuchillo vibró suavemente en la
fuente, presa de un imperceptible temblor. Aunque en ese segundo François
intuyó las graves consecuencias de este repentino hechizo, dominó hábilmente su
agitación y siguió sirviendo con el entusiasmo reservado y un poco galante de
un garçon de buen gusto. Alargó la
fuente con movimiento medido al acompañante habitual de la condesa, un
aristócrata maduro dotado de una imperturbable elegancia, que relataba cosas
indiferentes con entonación refinadamente acentuada y en un francés cristalino.
Luego se apartó de la mesa sin alterar su mirada y su gesto.
Estos minutos fueron el comienzo de un estado
de ensueño muy extraño y ferviente, de un sentimiento tan impetuoso y exaltado
que apenas le corresponde el término grave y noble de amor. Era ese amor, de
fidelidad canina y desprovisto de deseos, que los seres humanos generalmente no
experimentan en la flor de su vida, que sólo sienten las personas muy jóvenes o
muy ancianas. Un amor sin reflexión, que sólo sueña y no piensa. Olvidó por
completo ese injusto y, sin embargo, inalterable desprecio que incluso personas
inteligentes y circunspectas manifiestan hacia seres humanos que visten el frac
de camarero; no especuló sobre posibilidades y casualidades, sino que aumentó
en su sangre esa extraña inclinación hasta que su profundidad escapó a toda
burla y crítica. Su ternura no era la de las miradas secretamente alusivas y al
acecho, la temeridad de los gestos atrevidos que de repente se desata, la
pasión sin sentido de labios sedientos y manos temblorosas; era una aplicación
silenciosa, un prevalecer de aquellos pequeños servicios que son tanto más
excelsos y sagrados en su modestia cuanto que permanecen a sabiendas ocultos.
Después de la cena alisaba las arrugas del mantel delante de la silla de la condesa
con dedos tan tiernos y dulces como quien acaricia las manos queridas y
plácidas de una mujer; colocaba las cosas en su proximidad con simetría devota,
como si las dispusiera para una fiesta. Con el mayor cuidado llevaba las copas
que habían tocado sus labios a su estrecha y poco aireada buhardilla y de noche
las dejaba relucir a la luz perlada de la luna como si fueran joyas preciosas.
Constantemente era, desde cualquier rincón, el secreto observador de sus
movimientos y actividades. Bebía sus palabras como quien paladea lascivamente
un vino dulce y de perfume embriagador y recogía las palabras y las órdenes
ávido como los niños la rápida pelota en el juego. Así su alma embelesada
introdujo en su pobre e indiferente vida un brillo cambiante y opulento. Nunca
se le ocurrió la sabia necesidad de trasponer todo el episodio a las palabras
frías y destructivas de la realidad de que el miserable camarero François amaba
a una condesa exótica y eternamente inalcanzable. Porque él no la sentía como
realidad, sino como algo excelso, muy lejano, que bastaba con su reflejo de la
vida. Amaba el imperioso orgullo de sus órdenes, el ángulo dominante de sus
cejas negras que casi se tocaban, el pliegue indómito alrededor de la boca
fina, la gracia segura de sus gestos. La sumisión le parecía a François algo
natural y sentía como dicha la proximidad humillante del servicio modesto,
porque gracias a ella podía entrar tan a menudo en el círculo seductor que
rodeaba a su amada.
Así despertó de repente en la vida de un
hombre sencillo un sueño, como una flor de jardín noble y cuidadosamente
criada, que florece en una carretera en donde el polvo de los caminantes ahoga
todos los brotes. Era el vértigo de un ser sencillo, un sueño embriagador y
narcótico en medio de una vida fría y monótona. Y los sueños de seres como él
son como barcas sin timón, que van a la deriva presas de una voluptuosidad
fluctuante sobre aguas silenciosas y espejeantes, hasta que de pronto su quilla
choca con una sacudida seca en una orilla desconocida.
La realidad, sin embargo, es más fuerte y sólida que
todos los sueños. Una noche el corpulento portero procedente del Waadtland le
dijo a François al pasar: “La Ostrovska se marcha mañana en el tren de las
ocho”. Y luego añadió otros nombres sin importancia que él no escuchó. Porque
esas palabras se habían transformado en su cerebro en un confuso remolino
tumultuoso. Varias veces se pasó los dedos mecánicamente por la frente
afligida, como si quisiera apartar un sedimento pesado, que allí reposaba y
obnubilaba la razón. Dio unos pasos titubeantes. Inseguro y atemorizado cruzó
delante de un alto espejo de marco dorado, del que le salió al encuentro un
rostro mortalmente pálido y extraño. Los pensamientos no acudían a su mente,
estaban por así decir aprisionados tras un muro oscuro y nebuloso. Casi
inconsciente, descendió, agarrándose a la balaustrada, la amplia escalera hacia
el jardín sumido en sombras, en el que los altos pinos se erguían solitarios
como pensamientos sombríos. Su silueta intranquila dio unos inciertos pasos
más, como el vuelo bajo y tambaleante de un ave nocturna enorme y oscura, y por
fin se dejó caer en un banco, apoyando la cabeza en su frío respaldo. El
silencio era absoluto. A su espalda, entre los arbustos redondeados, relucía el
mar. Luces suaves y trémulas chispeaban sobre su superficie, y en el silencio
se perdía la monótona cantinela murmurante de lejanos rompientes.
Y de pronto todo estaba claro, muy claro. Tan
dolorosamente claro que François casi sonrió. Todo había acabado, sencillamente.
La condesa Ostrovska se marcha a casa y el camarero François queda atrás en su
puesto. ¿Acaso era tan raro? ¿No se marchaban al cabo de dos, tres o cuatro
semanas todos los extranjeros que venían? Qué tontería no haberlo pensado
antes. Porque todo estaba tan claro como para reír o llorar. Y sus pensamientos
bullían y bullían. Mañana por la noche, en el tren de las ocho en dirección a
Varsovia. A Varsovia..., horas y horas a través de bosques y valles, a través
de colinas y montañas, a través de estepas y ríos y dinámicas ciudades.
¡Varsovia! ¡Qué lejos quedaba! No podía siquiera imaginar, aunque sí sentir en
lo más profundo, esa palabra orgullosa y amenazadora, dura y lejana: Varsovia.
Y él...
Durante un segundo aleteó una pequeña y
fantástica esperanza. Podía seguirla. Y buscar empleo allí como criado,
escribiente, cochero, esclavo; estar allí en la calle como mendigo, todo menos
estar tan horriblemente lejos; al menos respirar el aliento de la misma ciudad,
verla quizá pasar, ver su sombra, al menos, su vestido y su cabello negro. Ya
surgían precipitadas visiones. Pero el momento era duro e implacable. François
vio lo inalcanzable desnudo y claro. Calculó: cien o doscientos francos
ahorrados, en el mejor de los casos. No bastaban ni para la mitad del camino.
Y, entonces, ¿qué? Como a través de un velo desgarrado vio de pronto su vida,
presintió lo pobre, miserable y fea que indefectiblemente sería de ahora en
adelante. Años vacíos ejerciendo su profesión de camarero, torturado por un
insensato deseo, esa ridiculez iba a ser su futuro. Lo recorrió un escalofrío.
Y de pronto todas las cadenas de pensamientos confluyeron arrebatadas e
imparables. Había únicamente una posibilidad.
Las copas de los árboles se mecían en una
brisa apenas perceptible. La noche oscura y negra se alzaba amenazadora ante
él. Entonces se alzó, seguro y sereno, del banco y se dirigió por la grava
crujiente hacia el gran edificio que dormía en blanco silencio. Debajo de una
de sus ventanas hizo un alto. Estaba ciega y sin un signo brillante de luz en
el que se hubiera podido encender el deseo soñador. Ahora su sangre circulaba
con latidos tranquilos, y se alejó como alguien al que ya nada confunde y
engaña. En su cuarto se echó sin agitación alguna sobre la cama y durmió con un
sueño denso y sin imágenes hasta la señal matutina del despertar.
Al día siguiente, su comportamiento se ciñó
por completo a los límites de la deliberación meticulosamente definida y de la
calma forzada. Con fría indiferencia cumplió con sus obligaciones, y sus gestos
tenían una seguridad tan absoluta y tan despreocupada, que nadie hubiera
imaginado detrás de la máscara falaz la amarga decisión. Poco antes de la hora
de la cena, acudió con sus pequeños ahorros a la floristería más selecta y
compró flores exquisitas que en su espléndido colorido le sugerían palabras:
tulipanes del color del oro fogoso, que eran como la pasión; crisantemos
blancos de amplia corola, como sueños luminosos y exóticos; finas orquídeas,
las imágenes estilizadas del deseo, y unas soberbias rosas embriagadoras. Y
luego compró un valioso jarrón de cristal con destellos opalescentes. Los pocos
francos que aún le quedaban se los regaló al pasar, con un gesto rápido y
distraído, a un niño que pedía limosna. Luego volvió al hotel. Con solemnidad
melancólica colocó el jarrón con las flores delante del cubierto de la condesa,
que dispuso por última vez con voluptuoso y minucioso esmero.
Llegó el momento de la cena. François sirvió
la mesa como siempre: reservado, silencioso y competente, sin alzar los ojos.
Sólo al final envolvió la silueta cimbreante y orgullosa de la condesa con una
mirada infinita, que ella no percibió. Nunca le había parecido tan bella como
en esta mirada última y libre de todo deseo. Luego se apartó con serenidad de
la mesa, sin gesto alguno de despedida, y abandonó la sala. Como un huésped
ante el que se inclinan los criados, atravesó los pasillos y descendió la
elegante escalera de recepción hasta la calle: era evidente que en ese momento
dejaba atrás su pasado. Delante del hotel se detuvo un segundo, indeciso;
entonces empezó a caminar, bordeando iluminadas villas y amplios jardines,
siempre adelante como un paseante ensimismado, sin saber adónde se dirigía.
Así vagó inciertamente hasta el anochecer en un estado
de enajenación ensoñada. Ya no pensaba más en las cosas. Ni en las pasadas ni
en las inevitables. Ya no le daba vueltas a la idea de la muerte, como sin duda
en los últimos momentos el suicida circunspecto sopesa en la mano el brillante
y amenazador revólver de profundo ojo y lo vuelve a dejar en la mesa. Hacía
tiempo que se había sentenciado a sí mismo. Por su mente sólo pasaban imágenes
en raudo vuelo, como golondrinas de viaje. Primero, los días de la juventud
hasta aquella fatal hora de clase cuando una estúpida aventura lo propulsó
violentamente desde la perspectiva de un futuro prometedor hacia la confusión
del mundo. Luego los viajes incesantes, las dificultades por el sueldo, los
proyectos, una y otra vez fracasados, hasta que la gran oleada negra, que
llamamos el destino, quebró su orgullo y lo dejó abandonado en un puesto indigno. Muchos recuerdos
multicolores pasaron revoloteando por su mente. Por fin relució el suave
reflejo de los últimos días en sus sueños despiertos; y de nuevo abrieron
violentamente la oscura puerta de la realidad que debía traspasar. Recordó que
deseaba morir en ese mismo día.
Durante un rato recapacitó sobre los muchos
caminos que conducen a la muerte, y comparó su respectiva amargura y su
definitiva prontitud. Hasta que lo traspasó un pensamiento. En su sombría
cavilación se le ocurrió un funesto símbolo: así como la condesa había arrasado
inconsciente y destructivamente su vida, así debía arrollar también su cuerpo.
Ella misma lo llevaría a cabo. Ella misma consumaría su obra. Y ahora sus
pensamientos se aceleraron con increíble seguridad. En algo menos de una hora,
a las ocho, salía el expreso que la llevaba a su encuentro. Se arrojaría debajo
de sus ruedas, se dejaría destrozar por la misma fuerza arrebatadora que le
arrancaba a la mujer de sus sueños. Se desangraría debajo de sus pies. Los
pensamientos galopaban y se perseguían jubilosos. François ya conocía el lugar.
Más arriba, al borde del bosque, en donde las copas frondosas de los árboles
oscurecían la última vista sobre la cercana bahía. Miró el reloj: los segundos
y los latidos de su sangre casi marcaban el mismo ritmo. Era hora de ponerse en
camino. Y ahora, de repente, sus pasos cansinos se volvieron elásticos y
decididos, con ese ritmo duro y precipitado que el sueño mata en su avance.
Agitado se precipitó en el esplendoroso crepúsculo del anochecer meridional
hacia el lugar en el que, entre lejanas colinas cubiertas de bosque, el cielo
aparecía incrustado como una línea color púrpura. Y corrió hasta llegar a las
vías del tren, que relucían como dos líneas plateadas y le mostraban el camino.
Lo condujeron por una ruta sinuosa hacia la altura, a través de perfumados y
profundos valles, cuyos velos de niebla atenuaban plateados la luz cansina de
la luna; lo condujeron ascendiendo a las colinas, desde las que se veía lo
lejos que el mar vasto y nocturno refulgía con sus brillantes luces costeras. Y
le mostraron por fin el profundo bosque mecido por el inquieto viento, que
sumergió las vías en las sombras que se cernían.
Ya era tarde cuando François llegó con
respiración entrecortada a la ladera oscura del bosque. Los árboles lo rodeaban
lúgubres y negros. Sólo arriba, entre las copas transparentes, asomaba la luz
temblorosa y pálida de la luna entre las ramas, que se quejaban cuando la
ligera brisa de la noche las tomaba en sus brazos. De vez en cuando resonaban
extrañas llamadas de lejanos pájaros nocturnos en el apretado silencio. Los
pensamientos se le paralizaron por completo en esa aprensiva soledad. François
sólo esperaba, esperaba y miraba fijamente si allá abajo, en la curva de la
primera serpentina ascendente, asomaba la luz roja del tren. De vez en cuando
consultaba nervioso el reloj y contaba los segundos. Luego volvía a prestar
atención al lejano grito del tren. Pero era imaginación suya. El silencio era
total. El tiempo parecía haberse congelado.
Por fin brilló allá abajo la luz. En ese
segundo François sintió una sacudida en el corazón, aunque no hubiera podido
decir si de temor o de alegría. Con un movimiento impetuoso se tiró sobre las
vías. Al principio sólo sintió un instante el agradable frío de los raíles de
hierro en su sien. Luego aguzó el oído. El tren aún estaba lejos. Podía tardar
algunos minutos. Ahora no se oía nada excepto el susurro de los árboles en el viento.
Los pensamientos saltaban confusos. Y, de pronto, uno que permaneció clavado
como una dolorosa flecha en su corazón: que él moría por ella y que ella nunca
lo sabría. Que ni la más pequeña ola de su vida encrespada había tocado la de
ella. Que ella nunca sabría que una vida ajena había venerado la suya y se
había destrozado contra ella.
Apenas perceptible y muy lejano se oía jadear
por el aire casi quieto el golpeteo rítmico de la máquina que remontaba la
pendiente. Pero el pensamiento seguía quemando con igual fuerza y atormentaba
los últimos minutos del moribundo. El tren se aproximaba más y más con su
estrépito metálico. Y entonces François abrió una vez más los ojos. Sobre él se
extendía un cielo mudo de un azul casi negro y las copas intranquilas de unos
árboles. Y sobre el bosque resplandecía una estrella blanca. Una estrella
solitaria sobre el bosque... Los raíles empezaron a vibrar suavemente y a
zumbar bajo su cabeza. Pero el pensamiento ardía como fuego en su corazón y en
la mirada que abarcaba toda la intensidad y la desesperación de su amor. Todo
el deseo y esta última dolorosa pregunta se volcaron en la estrella blanca y
reluciente, que miraba benignamente sobre él. El tren se aproximaba más y más.
Y el moribundo envolvió una vez más con una última e inefable mirada la
estrella sobre el bosque. Luego cerró los ojos. Los raíles temblaron y
vibraron, la marcha estrepitosa del presuroso tren se acercaba más y más y el
bosque resonaba como grandes y martilleantes campanas. La tierra pareció tambalearse.
Aún un aturdidor chirrido, un estruendo arremolinado, luego un estridente
pitido, el grito de animal asustado del silbato del tren y la queja disonante
de un freno inútil.
La bella condesa Ostrovska ocupaba en el tren
un compartimento reservado. Desde el inicio del viaje leía una novela francesa,
mecida suavemente por el balanceo del vagón. El aire del estrecho habitáculo
era sofocante y estaba cargado del denso perfume de muchas flores a punto de
marchitarse. En las magníficas cestas de despedida los racimos de lilas blancas
ya dejaban caer la cabeza, cansinas como frutas excesivamente maduras, las
flores colgaban flácidas de sus tallos, y los cálices pesados y dilatados de
las rosas parecían consumirse en la nube caliente de los aromas embriagadores.
Un atosigante bochorno calentaba las pesadas oleadas de perfume, suspendidas
perezosas incluso en la presteza acelerada del tren.
De pronto, la condesa dejó caer el libro con
dedos fatigados. Ni ella misma sabía por qué. Una sensación misteriosa la invadió.
Sintió una presión sorda y dolorosa. Un dolor repentino, inexplicable y
angustioso se apoderó de su corazón. Creyó que iba a asfixiarse en el vaho
turbador y cálido de las flores. Y ese aterrador dolor no cedía, sentía cada
vibración de las ruedas veloces, la ciega marcha hacia delante la martirizaba
indeciblemente. La asaltó un deseo fulminante de parar el impulso acelerado del
tren, de detenerlo ante el oscuro dolor hacia el que se precipitaba. Nunca en
su vida había sentido su corazón atenazado por algo tan horrible, invisible y
cruel como en esos segundos de dolor inconcebible y miedo inexplicable. Y esa
sensación se hizo más y más acuciante, y más apretada la presión alrededor de
su garganta. Como una plegaria surgió en ella el deseo de que el tren parara.
Ahí, de repente, un estridente silbato, el
grito salvaje de aviso del tren y el quejido de los frenos con su lamentable
chirrido. Y el ritmo ralentizado de las ruedas aladas, más y más lento, luego
un tartamudeo mecánico y un golpe brusco.
Con dificultad se acercó a la ventanilla para
aspirar a bocanadas el aire fresco. El cristal descendió ruidosamente. Afuera
siluetas negras, corriendo… Palabras al vuelo de múltiples voces: un suicida…
Bajo las ruedas… Muerto… En pleno campo…
La condesa se estremece. Instintivamente su
mirada se alza hacia el cielo alto y silencioso y hacia los árboles negros
mecidos por el viento. Y sobre ellos una estrella solitaria sobre el bosque. La
condesa siente su mirada como una lágrima refulgente. La contempla y de pronto
siente una tristeza como nunca la ha sentido. Una tristeza llena de fuego y
deseo, como nunca existió en su vida…
El tren reanuda lentamente su marcha. La
condesa se reclina en la esquina de su butaca y lágrimas silenciosas se
deslizan por sus mejillas. La angustia sorda ha desaparecido, ya sólo siente un
profundo y extraño dolor, cuyo origen busca explicarse en vano. Un dolor como
el que tienen los niños asustados, cuando despiertan en la noche oscura e
impenetrable y sienten que están solos por completo…
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