Pero el "fulgor" que más me sorprendió y más eco produjo en mí, fue el relato llamado "Lady Turton". No es de los más conocidos, ni parece suceder nada destacable, mas la atmósfera creada en el relato te indica que algo terrible va a ocurrir. Mansiones aristocráticas, gustos exquisitos, paseos anodinos, amistades frívolas, van pasando las páginas con mucho ritmo y observas que apenas quedan hojas para acabar, pero, en un instante, un momento que te detiene, te paraliza, intuyes el terrible final, se te pasa por la cabeza al igual que el protagonista una solución dramática, terrible y asesina en una escena que en su apariencia inocente encierra un drama. No es necesario palabras de más, alargar el final para tensar, sólo las palabras adecuadas son capaz de producir en el lector una pesadilla que te hermana, por cruel que sea, con el protagonista Como ha ido urdiendo el artista las letras para llevarnos a su máxima tensión para, creyéndonos más listos que nadie, intuir un final que luego ante nuestra estupefacción no existe. Sólo ha sido un soplo que recorrió nuestra mente recordando pasados humanos atávicos y... Dahl siempre juega con nosotros, nos hace imaginar lo que no es, se ríe con cinismo mientras escribe y sólo, como lector, puedes quitarte el sombrero ante su maestría.
"LADY TURTON", de Roald Dahl.
Cuento publicado en “Relatos de lo inesperado”
(Tales of the Unexpected, 1979)
Cuando, ocho años atrás, murió el viejo sir William Turton y
su hijo Basil heredó el periódico The Turton Press (además del título),
recuerdo que empezaron a hacerse apuestas en Fleet Street sobre cuánto tiempo
pasaría antes de que una joven persuadiera al pobre individuo de que ella debía
cuidarse de él. Es decir, de él y de su dinero.
El nuevo sir Basil Turton tenía unos cuarenta años y era soltero.
Hombre afable y de carácter sencillo; hasta entonces no había demostrado
interés por nada que no fueran sus colecciones de pinturas modernas y
esculturas. Ninguna mujer le había trastornado, ningún escándalo ni habladuría
habían mancillado jamás su nombre. Pero ahora que se había convertido en el
propietario de un importante periódico y una gran revista, era preciso que
dejara la calma y tranquilidad de la casa de campo de su padre y se
estableciera en Londres.
Naturalmente, los buitres empezaron a acecharle y estoy
seguro de que no sólo Fleet Street sino la ciudad entera empezó a movilizarse
en torno a él. Fue un movimiento lento, deliberado y mortal, y por lo tanto no
parecían tanto unos buitres como un puñado de cangrejos tratando de alcanzar un
trozo de comida bajo el agua.
Pero, para sorpresa de todos, el hombre demostró ser
notablemente evasivo y la lucha continuó hasta la primavera y el principio del
verano de aquel año. Yo no conocía a sir Basil personalmente, ni tenía ninguna
razón para sentir simpatía hacia él, pero no podía evitar el ponerme
repentinamente de parte de los de mi sexo y me alegraba cada vez que lograba
salir de alguna trampa.
Luego, hacia el principio de agosto, y aparentemente en
respuesta a una secreta señal femenina, las chicas declararon entre sí una
suerte de tregua mientras se iban al extranjero y descansaban, con el fin de
reagruparse y hacer nuevos planes para el siguiente invierno. Esto fue un
error, porque en aquel preciso momento apareció una brillante criatura llamada
Natalia o algo así, de quien nadie había oído hablar anteriormente, que llegó
del continente europeo, tomó a sir Basil firmemente por la muñeca y lo llevo
como un torbellino al Registro Civil de Caxton Hall y se casó con él antes de
que nadie, y menos el novio, se diera cuenta de lo que había pasado.
Ya podrán imaginarse que las señoras de Londres estaban
indignadas y, naturalmente, se dedicaron a levantar una gran cantidad de
cotillees alrededor de lady Turton: la asquerosa cazadora, la llamaban. Pero no
hay necesidad de detenerse en ello. En realidad, para el propósito de mi
historia podemos saltarnos los seis años siguientes, lo cual nos trae al
presente; exactamente hoy hace una semana, cuando tuve el honor de conocer a Su
Señoría por primera vez. Entonces, como ya podrán suponer, no sólo dirigía The
Turton Press sino que, como resultado de ello, se había convertido en una
fuerza política muy importante en el país. Ya entiendo que otras mujeres hayan
sido capaces de hacer lo mismo, pero lo excepcional de este caso era el hecho
de que ella fuera extranjera y el que nadie pareciese saber con precisión de
qué país procedía: Yugoslavia, Bulgaria o Rusia.
El jueves pasado fui a una cena en casa de un amigo de
Londres y mientras charlábamos en el salón antes de la cena, bebiendo martinis
y hablando sobre la bomba atómica y sobre el señor Bevan, la doncella abrió la
puerta para anunciar al último invitado.
—Lady Turton.
Nadie dejó de hablar, hubiera sido de mala educación, ni se
volvieron las cabezas. Solamente nuestras miradas se dirigieron a la puerta,
esperando su entrada.
Ella entró aprisa, alta y esbelta, con un traje rojo
escarlata que brillaba admirablemente; jovial, tendiendo la mano a su
anfitriona. Francamente, debo confesar que era una belleza.
—¡Buenas noches, Milfred!
—¡Mi querida lady Turton, me alegro de que haya venido! Creo
que entonces fue cuando dejamos de hablar. Nos volvimos para mirarla, esperando
pacientemente ser presentados, como si fuera una reina o una famosa estrella de
cine. Sólo que esta vez era más guapa que cualquiera de ellas. Su pelo era
negro y, en contraste, tenía uno de esos rostros pálidos, ovalados e inocentes
de las flamencas del siglo xv, casi como una Madonna de Memling o Van Eyck; por
lo menos ésta fue mi primera impresión. Más tarde, cuando llegó el momento de
estrecharnos las manos, me di cuenta de que, excepto en el perfil y el color,
estaba muy lejos de parecerse a una madonna, muy lejos de eso.
Las aletas de la nariz, por ejemplo, eran muy raras,
bastante abiertas, relucientes y excesivamente arqueadas. Esto le daba a la
nariz un terrible aspecto, que tenía cierto parecido a la de un potro salvaje.
Y los ojos, al mirarlos de cerca, no eran grandes y
redondos, como los que los pintores atribuían a las madonnas, sino alargados y
medio cerrados; casi sonrientes, medio adustos y bastante vulgares; así que de
una manera o de otra le daban un aire delicadamente disipado, es más, no miraba
directamente. Su mirada se acercaba a uno lentamente y como de costado, de tal
forma que ponía nervioso. Intenté ver su color, creo que era gris pálido, pero
no estoy seguro.
Después fue llevada a la otra parte de la habitación para
ser presentada a otras personas. Yo me quedé mirándola. Ella se sentía
consciente del éxito y del modo en que aquellos londinenses hablaban de ella.
«Aquí estoy yo —parecía decir—, hace pocos años que llegué a
este país, pero ya soy más rica y poderosa que cualquiera de vosotros.»
Caminaba triunfalmente.
Pocos minutos más tarde pasamos a cenar y, con gran
sorpresa, me encontré sentado a la derecha de Su Señoría. Supongo que nuestra
anfitriona había hecho esto como una deferencia hacia mí, pensando que me
proporcionaría tema para la columna social que escribo cada día en el periódico
de la tarde. Me senté, dispuesto a participar en una comida interesante, pero
la famosa lady no reparó siquiera en mi presencia; estuvo todo el tiempo
hablando con el hombre de su izquierda, su anfitrión, hasta que al fin, cuando
estaba acabando de tomar el helado, se volvió repentinamente, cogió mi tarjeta
y leyó mi nombre. Luego, con aquella curiosa mirada suya, como de través, me
miró a la cara. Yo le sonreí y le hice un pequeño saludo. Ella no me sonrió,
pero empezó a dispararme preguntas, bastante personales: trabajo, edad,
familia, cosas así, mientras yo contestaba lo mejor que podía.
Durante esta inquisición se enteró, entre otras cosas, de
que yo era un amante de la pintura y la escultura.
—Puede venir alguna vez a nuestra casa de campo y verá la
colección de mi esposo.
Lo dijo casualmente, como una simple norma de educación;
pero deben comprender que en mi trabajo no puedo permitirme el lujo de perder
una oportunidad como ésta.
—¡Qué amable, lady Turton! Me encantaría. ¿Cuándo puedo ir?
Levantó la cabeza y dudó unos instantes. Luego se encogió de
hombros y dijo:
—No importa, cualquier día.
—¿Qué tal el próximo fin de semana? ¿Le parece bien? Sus
ojos semicerrados descansaron un momento en los míos y luego se separaron.
—Supongo que sí, si lo desea, no me importa.
Así fue como el sábado siguiente por la tarde me encontré
conduciendo mi coche por la carretera de Wooton, con mi maleta en el coche.
Ustedes seguramente pensarán que forcé un tanto mi invitación, pero de otra
forma no la hubiera conseguido.
Aparte del aspecto profesional, personalmente me apetecía
ver la casa. Como ya saben, Wooton es una de las casas más importantes del
primitivo Renacimiento inglés. Al igual que sus hermanas, Longleat, Wodlaton y
Montacute, fue construida en la última mitad del siglo xvi, cuando por primera
vez la casa de un señor importante pudo ser decorada como mansión confortable,
no como un castillo, y cuando un grupo de arquitectos, como John Thorpe y los
Smithson, empezaron a construir casas maravillosas por todo el país. Está al
sur de Oxford, cerca de una pequeña ciudad llamada Princes Risborought, no muy
lejos de Londres.
Al entrar por las puertas enrejadas, el cielo se cubría en
lo alto y la tarde invernal empezaba a caer.
Conduje lentamente por el largo sendero, intentando captar
los alrededores tanto como fuera posible, sobre todo el famoso jardín, del cual
había oído hablar tanto. Debo confesar que era una vista impresionante. Por
todas partes había masas de tejos, cortados en diferentes formas, muy cómicas
todas ellas: gallinas, palomas, botellas, botas, sillones, castillos, hueveras,
linternas, viejas con meticulosas enaguas, grandes columnas, algunas coronadas
por una pelota, otras por tejas y hongos. En la creciente oscuridad, el verde
se había convertido en negro, de tal forma que cada figura, cada árbol, tomaba
una forma escultural, oscura y suave. En un momento dado vi una pradera en
forma de tablero de ajedrez gigante, en el que cada ficha era un tejo
maravillosamente recortado. Detuve el coche para dar un paseo y cada figura era
dos veces más alta que yo. Comprobé que el juego —rey, reina, peón, alfil,
caballo y torre— estaba completo y listo para iniciar la partida.
En la curva siguiente, vi la gran casa gris; frente a ella
un espacioso porche rodeado de una balaustrada con pequeños pabellones en sus
esquinas. Sobre los pilares de la balaustrada había obeliscos de piedra; la
influencia italiana en la mente Tudor; y un tramo de escalones de metro y medio
de ancho, que llevaban a la casa.
Al entrar en la explanada, vi con súbito desagrado que en el
centro del surtidor había una gran estatua de Epstein. Era preciosa, desde
luego, pero no estaba en consonancia con los alrededores. Al subir la escalera
de la puerta central, volví la vista y vi que en todas las pequeñas praderas y
terracitas había estatuas modernas y curiosas esculturas de todas clases. En la
distancia creí reconocer el estilo de Gaudier Breska, Brancusi, Saint-Gaudens,
Henry Moore, y Epstein de nuevo.
La puerta me fue franqueada por un joven criado que me
condujo a mi habitación, situada en el primer piso.
—Su Señoría —explicó— está descansando, así como los otros
invitados; pero bajarán al salón dentro de una hora, vestidos para la cena.
En mi oficio es preciso ir muchos fines de semana a grandes
casas. Yo paso alrededor de cincuenta sábados y domingos al año en casa de
otras personas, y en consecuencia soy muy sensible a las atmósferas poco
agradables. Puedo decir si son agradables o no en el momento en que entro por
la puerta, y ésta era de las que no me gustaban. El lugar señalaba tormenta, en
el aire flotaba una atmósfera de conflictos o algo parecido. Lo presentía
incluso mientras gozaba de un delicioso baño. No pude evitar el empezar a
desear que nada malo ocurriera antes del lunes.
Lo primero, aunque fue más una sorpresa que una cosa
desagradable, ocurrió diez minutos más tarde.
Yo estaba sentado en la cama poniéndome los calcetines
cuando la puerta se abrió y un hombrecillo entró en la habitación. Era el
mayordomo, explicó, y su nombre era Jelks. Me dijo que esperaba que estuviera
cómodo y si tenía todo lo que necesitaba.
Yo le respondí afirmativamente.
Dijo que haría todo lo posible para que tuviera un fin de
semana agradable. Le di las gracias y esperé a que se marchara. El dudó un
momento y luego, con voz entrecortada, me pidió permiso para mencionar un
asunto algo delicado. Yo le dije que hablara.
Para ser franco, era acerca de las propinas. El asunto de
las propinas le hacía sentirse muy desgraciado.
¡Oh! ¿Y por qué era eso?
Bueno, si realmente quería saberlo, no le gustaba la idea de
que sus invitados se creyeran en la obligación de darle propina al dejar la
casa. Era un procedimiento indigno para el que daba y para el que recibía.
Además, él se daba cuenta de la angustia que a veces se creaba en las mentes de
los invitados como yo —y que perdonase la libertad— que podrían verse obligados
por culpa de los convencionalismos a dar más de lo que ellos podían gastar.
Hizo una pausa. Sus cautelosos ojos me observaban. Yo le
murmuré que no tenía por qué preocuparse en lo que a mí se refería.
Por el contrario, dijo, esperaba sinceramente que no le
daría ninguna propina al terminar el fin de semana.
—Bueno —dije yo—, no discutamos acerca de ello: cuando
llegue el momento ya veremos lo que hacemos.
—¡Por favor, señor, insisto!
Acordamos lo que él quería.
Me dio las gracias y se aproximó un par de pasos hacia mí.
Luego inclinó la cabeza hacia un lado, cruzó las manos delante de él como un
cura y encogió los hombros en gesto de disculpa. Sus ojos pequeños y duros
todavía me miraban. Yo esperé, con un calcetín puesto y el otro en las manos,
tratando de adivinar lo que querría ahora.
Lo que quería pedir —dijo bajito, tan bajito ahora que su
voz era como la música de un concierto, oída desde lejos— era que en vez de
propina le diera el treinta y tres coma tres por ciento de mis ganancias en las
cartas, en todo el fin de semana. Si perdía no tendría que pagar nada.
Lo dijo todo tan suave, tranquila y rápidamente, que ni tan
siquiera me sorprendió.
—¿Se juega mucho a las cartas, Jelks?
—Sí, señor, mucho.
—¿No cree que el treinta y tres coma tres es demasiado?
—No lo creo, señor.
—Le daré un diez por ciento.
—No, señor, eso no.
Examinaba las uñas de mi mano izquierda y arqueaba las
cejas.
—Bien, entonces el quince. ¿De acuerdo?
—Treinta y tres coma tres, señor. Es muy razonable. Después
de todo, señor, yo no sé siquiera si es usted un buen jugador o sea que lo que
estoy haciendo es, y no quiero ser personal, apostar por un caballo que nunca he
visto correr.
Sin duda ustedes pensarán que nunca debí empezar a regatear
con el mayordomo y quizá tengan razón, pero soy una persona muy liberal y
siempre trato de ser afable con la clase baja. Aparte de esto, cuanto más
pensaba en ello, más me convencía a mí mismo de que era una oferta que ningún
deportista podía rehusar.
—De acuerdo, Jelks, como quiera.
—Gracias, señor.
Se dirigió hacia la puerta andando despacio, pero cuando
tenía la mano puesta en el pomo se volvió:
—¿Le puedo dar un consejo, señor?
—¿Qué es?
—Simplemente decirle que Su Señoría tiende a pujar muy alto.
Bueno, esto era demasiado. Estaba tan asustado que dejé caer
el calcetín. Después de todo, una cosa es tener un pequeño arreglo deportivo
con el mayordomo acerca de las propinas; pero cuando trata de conchabarse
contigo para sacarle dinero a la anfitriona ha llegado el momento de pararle
los pies.
—Bueno, Jelks, ya está bien.
—No se ofenda, señor, lo que quiero decir es que puede jugar
contra Su Señoría. Ella siempre juega con el comandante Haddock.
—¿Con el comandante Haddock? ¿Jack Haddock?
—Sí, señor.
Observé un tono de burla en los labios de Jelks al hablar de
ese hombre, y todavía era peor con lady Turton. Cada vez que decía «Su Señoría»
los labios se le curvaban como si estuviera chupando un limón, y había una
inflexión en su voz sutilmente jocosa.
—Ahora me debe perdonar, señor. Su Señoría bajará a las
siete en punto, así como el comandante Haddock y los otros.
Salió silenciosamente igual que había entrado, dejando una
sensación de gran tranquilidad en el cuarto.
Un poco después de las siete, bajé al salón principal. Lady
Turton se levantó a saludarme- tan bella como siempre.
—No estaba muy segura de que viniera —dijo con voz
curiosamente saltarina—. ¿Cuál es su nombre, por favor?
—Me temo que le tomé la palabra, lady Turton; espero que no
la haya retirado.
—No, claro que no —dijo—. Hay cuarenta y siete dormitorios
en la casa. Este es mi marido.
Un hombre pequeño salió por detrás de ella y dijo:
—Me alegro de que haya podido venir. Tenía una sonrisa
agradable y al darme la mano sentí el roce de la amistad en los dedos.
—Y ésta es Carmen La
Rosa —continuó Lady Turton.
Era una mujer que parecía como si tuviera algo que ver con
los caballos. Se inclinó hacia mí y, aunque mi mano estaba a medio camino para
estrechar la suya, ella no me la tendió, forzándome a hacer un falso movimiento
con esa mano en dirección a la nariz.
—¿Está resfriado? Lo siento.
No me gustó miss Carmen La Rosa.
—Y éste es Jack Haddock.
Yo conocía a ese hombre ligeramente. Era director de
compañías (a saber qué significará eso) y un miembro muy conocido en sociedad.
Su nombre había salido varias veces en mis columnas, pero nunca me había
gustado y ello era debido principalmente a que detesto a la gente que lleva los
títulos militares en su vida privada, especialmente comandantes y coroneles.
Con el traje de etiqueta y su cara muy de hombre, sus cejas negras y dientes
grandes y blancos, parecía tan guapo que resultaba casi indecente. Tenía una manera
muy estudiada de levantar el labio superior cuando sonreía enseñando los
dientes. Me tendió la mano.
—Espero que diga cosas buenas de nosotros en su columna.
—Lo tendrá que hacer —dijo lady Turton—, porque si no yo
diré cosas feas de él, en mi primera página.
Yo me reí, pero lady Turton, el comandante Haddock y Carmen La Rosa se volvieron de espaldas
y se sentaron de nuevo en el sofá. Jelks me dio una bebida y sir Basil me llevó
a la otra parte de la habitación para conversar un rato con él.
A cada momento lady Turton llamaba a su esposo para pedirle
algo: otro martini, un cigarrillo, un cenicero, un pañuelo, y cuando él se iba
a levantar de la silla se le anticipaba Jelks, solícito y atento a todos los
detalles.
Era evidente que Jelks adoraba a su dueño y era fácil de ver
que odiaba a su esposa. Cada vez que él hacía algo por ella, el mayordomo se
erguía y en su rostro asomaba un gesto de desprecio.
En la cena, la anfitriona sentó a sus dos amigos a su lado.
Este arreglo nos dejaba a sir Basil y a mí en la otra parte de la mesa, donde
pudimos continuar nuestra agradable conversación acerca de pintura y escultura.
Naturalmente, ahora veía claro que el comandante estaba
enamorado de Su Señoría, y también, aunque odio tener que decirlo, La Rosa quería cazar el mismo
pájaro.
Todas estas locuras parecían deleitar a la anfitriona, pero
no al marido. Me daba cuenta de que él estaba pendiente de ellos todo el
tiempo, mientras hablábamos; a menudo su mente se alejaba de la conversación y
se cortaba a la mitad de una frase, mientras sus ojos se dirigían a la otra
parte de la mesa, deteniéndose patéticamente en aquella adorable cabeza de pelo
negro y las pestañas curiosamente aleteantes. Parecía haberse dado cuenta de
cómo coqueteaba ella, cómo dejaba su mano descuidada en el brazo del comandante
mientras hablaban y cómo la otra mujer, la que debía tener algo que ver con los
caballos, decía a cada momento:
—¡Natalia! ¡Oye, Natalia, escúchame!
—Mañana me tiene que enseñar las esculturas que hay en el
jardín —propuse yo.
—Naturalmente —dijo él—, lo haré con mucho gusto.
Miró otra vez a su esposa, sus ojos tenían una mirada
suplicante y triste. Era un hombre tan bueno y tan pasivo, que aun en esos
momentos no había rastro de ira en él, ni veía peligro de una explosión.
Después de cenar fuimos a jugar a las cartas. Yo tenía por
compañera a miss Carmen La Rosa
contra el comandante Haddock y lady Turton. Sir Basil se sentó silenciosamente
en el sofá con un libro en las manos.
No hubo nada digno de mención en el juego: fue rutinario y
monótono, pero sobre todo Jelks se puso muy pesado. Se pasó toda la noche
deambulando por allí, vaciándonos ceniceros, trayéndonos bebidas y mirando
nuestras cartas. Se notaba que era corto de vista y dudo que pudiera ver
nuestros juegos porque, por si no lo saben, les diré que aquí en Inglaterra
nunca se ha permitido a los mayordomos llevar gafas ni, ya puestos a prohibir,
bigote. Es una regla inalterable y muy acertada también, aunque no estoy muy
seguro del porqué de esta prohibición. Supongo que el bigote les haría parecer
unos caballeros y las gafas resultaban cosa de americanos, en cuyo caso me
gustaría saber qué pasa con nosotros. De todas formas, Jelks estuvo muy pesado
toda la noche y también lady Turton, a la cual llamaban constantemente por
asuntos de la prensa.
A las once en punto levantó los ojos de sus cartas y dijo:
—Basil, ya es hora de que te vayas a la cama.
—Sí, querida, ya voy.
Cerró el libro y estuvo un momento mirando el juego.
—¿Cómo va eso? —preguntó.
Nadie se dignó contestarle, así que yo le dije:
—Muy bien, es una bonita partida.
—Me alegro. Jelks les cuidará y les dará lo que deseen.
—Jelks también puede irse a la cama —dijo ella.
A mi lado oía respirar por la nariz al comandante Haddock y
el sonido de las cartas al caer, una por una, en la mesa, y los pasos de Jelks
sobre la alfombra.
—¿No quiere que me quede, señora?
—No. Váyase a la cama, y tú también, Basil.
—Sí, querida, buenas noches. Buenas noches a todos. Jelks le
abrió la puerta y salió lentamente, seguido de su mayordomo.
Tan pronto terminó la siguiente jugada, dije que yo también
quería irme a la cama.
—Muy bien —dijo lady Turton—, buenas noches. Fui a mi
habitación, cerré la puerta con pestillo, tomé mi píldora y me acosté.
A la mañana siguiente, domingo, me levanté y vestí hacia las
diez y luego bajé a desayunar. Sir Basil estaba allí frente a mí. Jelks le
servía riñones asados, con jamón y tomate frito. Se alegró de verme y me
sugirió que en cuanto hubiera terminado de desayunar, daríamos un largo paseo
por los alrededores. Yo mostré mi agrado por esta sugerencia.
Media hora más tarde salimos. Me sentí muy reconfortado de
alejarme de aquella casa y salir al aire libre. Era uno de esos días buenos que
aparecen a veces a mitad del invierno, después de una noche de lluvia copiosa,
con un sol resplandeciente y ni un soplo de viento. Los árboles desnudos
estaban muy bellos a la luz del sol. Todavía caían gotas de las ramas y todo en
derredor. Las manchas de humedad titilaban con resplandores de diamantes. El
cielo estaba tachonado de nubéculas.
—¡Qué día tan maravilloso!
—Sí, es fantástico.
Ya no volvimos a hablar durante el paseo; no era necesario;
pero me llevó por todas partes y lo vi todo: el ajedrez gigante y el resto de
aquellas maravillas. Las casitas del jardín, los estanques, las fuentes, los
laberintos de los niños, los bosquecillos, las viñas y los árboles nectarianos;
y naturalmente, las esculturas. La mayoría de los escultores europeos
contemporáneos estaban allí, en bronce, granito, piedra caliza y madera; y
aunque era muy bonito verlos erguirse al sol, a mí me parecía que estaban fuera
de lugar en una mansión tan clásica.
—¿Descansamos aquí un poquito? —dijo sir Basil, después de
haber andado más de una hora.
Nos sentamos en un banco, junto al estanque de lirios de
agua, lleno de carpas. Encendimos sendos cigarrillos. Estábamos algo separados
de la casa, en un montículo que se levantaba sobre los alrededores, y desde
allí veíamos los jardines que se extendían, debajo de nosotros, como un dibujo
de los viejos libros de arquitectura jardinera; con setos, praderas, terrazas y
fuentes formando un bonito y original dibujo de cuadros y círculos.
—Mi padre compró esta casa antes de nacer yo —dijo sir
Basil—, he vivido aquí toda mi vida y me la conozco palmo a palmo. Cada día me
gusta más.
—Debe de ser maravillosa en verano.
—Sí lo es. Debería venir a verla en mayo o junio. ^Me
promete que vendrá?
—Sí, claro —dije yo—. Me encantaría venir.
Mientras hablaba estaba observando la figura de una mujer
vestida de rojo, moviéndose por entre las flores en la distancia. La veía por
encima de una gran extensión de césped, con su peculiar modo de andar. Al
llegar a la pradera torció hacia la izquierda, pasó por debajo de unos tejos y
llegó a una pradera más pequeña que era circular y tenía en su centro una
escultura.
—El jardín es más moderno que la casa —dijo sir Basil—; fue
plantado en el siglo XVIII por un francés llamado Beaumont, el mismo que hizo
Levens, en Westmoreland. Tuvo doscientos cincuenta hombres trabajando aquí,
durante un año seguido.
La mujer del vestido rojo se había reunido ahora con un
hombre. Estaban cara a cara, a un metro de distancia, justo en el centro del
jardín de aquella pequeña pradera, aparentemente conversando. El hombre tenía
un objeto negro en su mano.
—Si le interesa, le enseñaré las cuentas que Beaumont le
presentaba al viejo duque, mientras estaban haciendo las obras.
—Me gustaría mucho verlas. Deben de ser interesantes.
—Pagaba a sus trabajadores cada día y trabajaban diez horas.
En la claridad del día, no era difícil seguir los
movimientos y gestos de las figuras de la pradera. Ahora se habían vuelto hacia
la escultura y la señalaban como burlándose de ella, probablemente riéndose de
su forma. Vi que se trataba de una escultura de Henry Moore hecha de madera, un
fino objeto de singular belleza que tenía dos o tres orificios y un número de
extraños miembros salientes.
—Cuando Beaumont plantó los tejos para el ajedrez gigante y
todas las otras cosas, sabía que no lucirían hasta dentro de cien años.
Nosotros no tenemos esa paciencia para plantar ahora, ¿verdad?
—No, ciertamente que no.
El objeto que el hombre tenía en la mano resultó ser una
cámara fotográfica y ahora se había retirado dos pasos y estaba tomando
fotografías a la mujer, al lado del Henry Moore. Ella iba adoptando diferentes
poses, en todas ellas, por lo que yo distinguía, pretendiendo ser graciosa. Una
vez puso sus brazos alrededor de uno de los miembros salientes y se abrazó a
él, otra vez se subió y se sentó a caballo sobre él, llevando unas riendas
imaginarias en sus manos. Los tejos ocultaban a las dos personas de la casa y
del resto del jardín, excepto en la pequeña colina donde nosotros estábamos
sentados. Ellos estaban seguros de que nadie los veía y, aunque hubiesen mirado
hacia nosotros, estando de cara al sol dudo que vieran a dos figuras sentadas
en el estanque.
—Me gustan esos tejos —habló sir Basil—: su color hace muy
bonito en un jardín, porque los ojos pueden descansar en ellos, y en verano
rompen la monotonía de la brillantez, con sus frutos colorados y sus pequeñas
floréenlas. ¿Se ha fijado en los diferentes tonos de verde que hay en los
árboles?
—Es realmente muy bonito.
El. hombre parecía estar explicando algo a la mujer,
apuntando con el dedo a Henry Moore. Me daba cuenta, por la forma de mover las
cabezas, que estaban riendo otra vez. El hombre continúen señalando con el
dedo. Entonces la mujer se fue por detrás de la escultura de madera, se inclinó
y metió la cabeza en uno de los agujeros. El conjunto tenía el tamaño, yo
diría, de un caballo joven, y desde aquí se podían ver las dos partes, a la
izquierda el cuerpo de la mujer y a la derecha su cabeza saliendo del agujero.
Era como uno de esos juegos de playa en los que se pone la cabeza en el agujero
de un panel para ser fotografiado como una señora gorda. En aquellos momentos
el hombre le estaba haciendo una foto.
—Hay otra cosa sobre los tejos —continuó sir Basil—. Al
principio del verano, cuando brotan los capullos... Dejó de hablar
repentinamente. Su cuerpo se irguió.
—Sí —dije yo—. ¿Cuando los capullos brotan...?
El hombre ya había tomado la foto, pero la mujer todavía
tenía la cabeza en los agujeros. Le vi poner las manos y la máquina en la
espalda y avanzar hacia ella. Se inclinó hasta tocar su rostro y le dio,
supongo, algunos besos o algo parecido. En el silencio que siguió imaginé oír
una risa femenina donde ellos estaban.
—¿Volvemos a casa? —pregunté.
—¿A casa?
—Sí. ¿Volvemos a tomar algo antes de comer?
—¿Una bebida? Sí, tomaremos algo.
Pero no se movió. Se sentó muy quieto, lejos de mí, mirando
a las dos figuras con intensidad. Yo también las miraba, no podía separar los
ojos, tenía que mirarlas. Era como ver un ballet en miniatura. Conocía a los artistas
y la música, pero no el final de la historia, ni la coreografía, ni lo que iba
a pasar. Estaba fascinado y no podía hacer otra cosa.
—Gaudier Breska —dije yo—. ¿Dónde cree usted que hubiera
llegado si no hubiera muerto tan joven?
—¿Quién?
—Gaudier Breska.
—Sí —habló distraídamente—, desde luego...
Ahora notaba que algo raro estaba pasando. La mujer tenía
todavía la cabeza en el agujero, pero estaba empezando a remover su cuerpo de
un lado a otro de una forma extremadamente peculiar. El hombre, a un paso de
ella, la miraba sin hacer ningún movimiento. Por unos momentos se quedó quieto;
luego puso la máquina en el suelo y se dirigió a la mujer, tomando la cabeza
entre sus manos; de repente se convirtieron de figuras de ballet en marionetas;
pequeñas figuritas de madera haciendo movimientos bruscos e irreales en un
lejano escenario.
Permanecimos sentados sin decir una sola palabra.
Observábamos cómo la delgada marioneta masculina manipulaba la cabeza de la
mujer. Lo hacía suavemente, de esto no había duda alguna, suave y lentamente,
dando un paso atrás de vez en cuando para pensar un modo mejor de sacarle la
cabeza de allí, o bien moviéndose hacia un lado para ver desde otro ángulo la
posición de ésta. En cuanto la dejaba sola, la mujer volvía a retorcerse de la
misma manera que se mueve un perro cuando se le pone la cadena por vez primera.
—No puede salir —dijo sir Basil.
El hombre se dirigió a la otra parte de la escultura donde
estaba el cuerpo de la mujer, levantó las manos y empezó a manipular con el
cuello. De repente, desesperado, le dio dos o tres estirones por el cuello.
Esta vez el sonido de la voz de ella se dejó oír con ira y dolor, y llegó hasta
nosotros nítidamente a través de la luz del día.
Por el rabillo del ojo vi a sir Basil mover la cabeza
repetidas veces.
—Una vez metí la mano en un jarrón de dulces y no la pude
sacar —dijo.
El hombre había retrocedido unos metros. Tenía la manos en
las caderas y la cabeza levantada. Se le notaba furioso y desesperado al mismo
tiempo. La mujer, en su poco confortable posición, parecía hablarle, o más bien
gritarle y aunque no podía moverse mucho, las piernas las tenía libres y las
movía continuamente.
—Rompí el jarrón con un martillo y le dije a mi madre que se
me había caído del estante sin darme cuenta.
Ahora parecía más calmado, aunque su voz tenía un curioso
tono.
—Creo que deberíamos ir, por si acaso podemos ayudarles en
algo.
—Creo que sí.
Pero no se movió. Sacó un cigarrillo y lo encendió, poniendo
luego el fósforo gastado en la caja de nuevo. Nos levantamos y bajamos
lentamente la cuesta de la pequeña colina.
—¡Oh, perdone! ¿Quiere uno?
—Sí, gracias.
Hizo una pequeña ceremonia para darme el cigarrillo y
encendérmelo él mismo, poniendo otra vez el fósforo gastado dentro de la caja.
Nuestra llegada fue una sorpresa para ellos.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó sir Basil. Hablaba suavemente,
con una peligrosa suavidad que estoy seguro su esposa no había oído nunca
anteriormente.
—Ha metido la cabeza en el agujero y ahora no puede sacarla
de ahí —dijo el comandante Haddock—. Fue para sacarle una foto.
—¿Para qué una foto?
—¡Basil! —gritó lady Turton—. ¡No digas tonterías y haz
algo!
No se podía mover mucho, pero podía hablar.
—Es evidente que tendremos que romper este pedazo de madera
—dijo el comandante.
En su bigote gris había un tinte rojo, y esto, con un poco
más de color en sus mejillas, le hacía extremadamente ridículo.
—¿Romper el Henry Moore?
—Mi querido amigo, no hay otra forma de liberar a la señora.
Dios sabe cómo se las ha compuesto para meterse, pero lo cierto es que ahora no
puede sacar la cabeza. Las orejas lo impiden.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó sir Basil—. ¡Qué pena! ¡Mi precioso
Henry Moore!
En aquel momento lady Turton empezó a hablarle a su marido
de una forma muy desagradable, que no se sabe hasta cuándo hubiera durado si no
hubiera salido Jelks repentinamente de las sombras. Apareció silenciosamente
por la pradera y se colocó a cierta distancia de sir Basil como esperando
instrucciones. Su traje negro resultaba ridículo en la soleada mañana. Todo en
él resultaba anticuado, como si fuera un animalito que hubiera vivido toda su
vida en un agujero bajo tierra.
—¿Puedo hacer algo, sir Basil?
Mantuvo su voz normal, pero su cara reflejaba destellos
misteriosos al ver el estado de lady Turton.
—Sí, Jelks. Vuelve y tráeme una sierra o algo para que pueda
cortar la madera.
—¿Llamo a alguno de los hombres, sir Basil? William es un
buen carpintero.
—No, lo haré yo mismo, date prisa.
Mientras esperaban a Jelks, yo me separé de allí porque no
quería oír las cosas que lady Turton decía a su marido. Volví en el momento en
que regresaba el mayordorno, seguido de la otra mujer, Carmen La Rosa , quien se acercó
rápidamente a la anfitriona.
—¡Natalia! ¡Mi querida Natalia! ¿Qué te han hecho?
—¡Oh, cállate! —contestó la otra—. ¡Quítate de enmedio!
Sir Basil se colocó muy cerca de la cabeza de su mujer,
esperando a Jelks. Este avanzaba despacio, llevando una sierra en la mano y un
hacha en la otra y se paró delante de él. Le enseñó ambas herramientas para que
escogiera y hubo un momento, sólo un segundo o dos, de silencio y de espera.
Por casualidad miré a Jelks en ese momento. Vi que la mano que llevaba el hacha
sobresalía dos centímetros más en dirección a sir Basil. Fue un movimiento tan
imperceptible que nadie se dio cuenta. Adelantó la mano, lenta y secretamente,
con una oferta acompañada quizá de un pequeñísimo enarcamiento de cejas.
No estoy seguro de que sir Basil lo viera, pero dudó unos
instantes y, de nuevo, la mano que llevaba el hacha se extendió hacia adelante.
Era exactamente igual que ese truco de las cartas, en que un hombre te dice
«coge la que quieras» y siempre se coge la que él quiere.
Sir Basil cogió el hacha. Le vi acercarse a ella en actitud
casi sonámbula y luego aceptarla de Jelks. Pero en el momento en que la asió
entre sus manos, pareció darse cuenta de lo que se quería de él y volvió a la
vida.
Para mí, después de aquello, fue como ese terrible instante
en que se ve a un niño cruzando la calle en el momento en que viene un coche y
lo único que se puede hacer es cerrar los ojos y esperar a que el ruido nos
diga lo que ha sucedido. El momento de la espera se convierte en un lúcido
período de tiempo lleno de lunares amarillos y negros, que bailan en un campo oscuro
y aunque se abran los ojos y se encuentre con que nadie está herido, ni muerto,
no existe ninguna diferencia, porque en nuestra imaginación sucedió así.
Yo vi este accidente, con todos sus detalles, y no abrí los
ojos hasta que oí la voz de sir Basil llamando con ligera insistencia al
mayordomo.
—Jelks —llamó.
Al mirar le vi, tranquilo como siempre, sosteniendo aún el
hacha con las manos. La cabeza de lady Turton estaba allí también, todavía
metida en el agujero, pero su rostro tenía un color gris ceniza y su boca se
abría y se cerraba, emitiendo sonidos inarticulados.
—Escucha, Jelks —dijo sir Basil—. ¿En qué estabas pensando?
Esto es demasiado peligroso. Dame la sierra.
Al cambiar los instrumentos, vi por primera vez colorearse
las mejillas de ella y, encima, en torno a los ojos, las arrugas que se
producen cuando uno sonríe.
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